Durante las tres primeras décadas del Siglo XX, el amplio Valle comprendido por las regiones vecinas de Huemules, Lago Blanco en Argentina y Simpson en Chile, se caracterizó por ser tierra de hombres silenciosos, solitarios y rudos, que convivieron basándose en el precario equilibrio dado por la ley del más fuerte y la razón del plomo. Una disputa por ganado o una vertiente de agua, un mal entendido por un alambrado mal dispuesto, una mirada torva, perdida al azar en algún boliche fronterizo, un reclamo por una deuda esquiva o los nervios por ganarse el amor de una mujer indecisa, podían resultar en la erupción de un volcán de violencia donde uno de los entreverados finalmente era convocado al agasajo de la muerte. Sin vueltas, las disputas se resolvían de una vez y para la eternidad. Con el correr de los años, cañadones, laderas, cerros y pastizales se poblaron de tumbas cuyos moradores alcanzaron el ocaso de sus días con las botas puestas. Por aquellos años casi no existían instituciones mediadoras como la de la justicia; solo había algún Juez de Paz siempre lejos o algún iletrado agente de policía avocado a resguardar sus intereses o siempre recluido en la miseria de su destacamento. Esas reparticiones policiales de frontera eran pequeñas construcciones de barro o chapa, carentes de las más mínimas comodidades. El mobiliario consistía en cajones de madera y a los presos debían atarlos a una estaca para poder retenerlos con seguridad.
Solo en 1.920, entre las zonas cordilleranas de Lago Fontana y Valle Huemules, en Chubut, se registraron 47 hechos de sangre. La mitad quedaron impunes. Varios de esos episodios de muertes violentas sobrevivieron al olvido y se enquistaron en la apesadumbrada memoria de los lugareños. Uno de esos hechos sucedió en enero de 1.920, fue recordado como “la tranquera de los muertos”, “el asesinato de Marchenten” o “los asesinados del Guenguel”.
En enero de 1.920, recibieron en la oficina postal de la localidad de Lago Buenos Aires (hoy Perito Moreno en Santa Cruz) un telegrama procedente de Comodoro Rivadavia que decía: “Van hacia Lago Blanco 3 bordalesas vacías y una llena”. Aunque inofensivo en apariencia, este mensaje escondía un grave propósito.
Al día siguiente, cuatro hombres partieron de Comodoro en un automóvil de correo con rumbo a Lago Blanco. Sus ocupantes eran Angus Mac Leod, Florentino González, Jacinto Bartolomé y Tristán Marchenten, que era el correo.
Durante el trayecto debieron sortear varias tranqueras. En cada una de ellas, uno de los pasajeros debía bajar del automóvil, abrirla, esperar que la traspasen y volver a cerrarla. La tarea era por demás engorrosa y densa. Cerca del Río Guenguel, cerca del cruce con la ruta Nacional Nro. 40, a unos 60 kilómetros de Lago Blanco, nuevamente se detuvieron para cumplir esa especie de ceremonia patagónica. Ni bien la abrieron, surgieron varios hombres armados que habían estado esperándolos escondidos detrás de un monte de Calafate. Los delincuentes abrieron fuego sin titubear. El conductor y el acompañante perecieron de inmediato, sentados en sus asientos. El que había descendido del auto acabó tendido de espaldas en el suelo, aferrado a la tranquera. Ni siquiera tuvo tiempo de percatarse que en el acto de abrirla estaba liberando su camino hacia el otro mundo.
El único que sobrevivió a la primera arremetida de disparos fue el escoses Mac Leod, que se arrojó al suelo ni bien vio a los asaltantes armados. Se refugió parapetándose detrás del automóvil, desde ese puesto observó espantado a los asaltantes que se acercaban dispuestos a liquidarlo. Al no contar él con un arma con la que defenderse, emprendió una desesperada huida hacia la falda de una meseta. Uno de los agresores salió tras él, y en pleno acenso intentó derribarlo asestándole un furioso golpe en la espalda con la culata de su revólver. En lugar de caer al suelo, Mac Leod, dio media vuelta y se abalanzó sobre su agresor, tumbándolo de una trompada. Una vez en el suelo se trenzaron en una encarnizada lucha por la posesión del arma. Pese a ello, el delincuente pudo dispararle al pecho a quemarropa. Como una fiera acorralada, que no se entrega sin ofrecer lucha hasta el fin, Mac Leod alcanzó a arrancarle un trozo de tela de una de las mangas de la camisa que vestía el asaltante. Luego falleció.
Una vez consumada la matanza se apoderaron del dinero que llevaba escondido Marchenten en una lata de bizcochos Canale. Luego arrastraron hasta el auto a Mac Leod y al que había quedado tendido junto a la tranquera y los sentaron en los asientos traseros. Para finalizar, llenaron con piedras la lata de bizcochos y la dejaron sobre los muslos de Marchenten, como una macabra gracia final.
Así los encontraron al día siguiente. De inmediato, 10 colonos armados partieron tras los asesinos. Aunque recorrieron la región durante varios días la búsqueda resultó infructuosa. Con el mismo propósito, al día siguiente del crimen, salió de Comodoro una partida policial que restrilló el territorio durante un mes. Finalmente retornaron a Comodoro llevando 20 detenidos que sufrieron todo tipo de abusos y que tuvieron que ser puestos en libertad de inmediato. El Jefe de Policía entró al pueblo con un gran despliegue, pero fue recibido con hostilidad por la población, que estaba al tanto de los excesos que habían cometido. Por dicho motivo, el periodismo atacó con virulencia a la policía, lo que generó en represalias de los uniformados hacia los hombres de prensa. Una noche, en la localidad de Trelew, un periodista fue atado a un poste, embadurnado con alquitrán y luego cubierto con plumas.
Mientras tanto, el encargado del correo de Lago Buenos Aires, relacionó el contenido del telegrama con el hecho y descifró su verdadero significado. Al decir que iban tres bordalesas vacías una llena habían dado aviso del viaje de esos cuatro hombres y que uno de ellos llevaba el dinero. Lamentablemente el que recibió el mensaje era desconocido en la zona y no pudo ser identificado.
El mismo día de enero en que se cometió la matanza, Antonia Conti, la mujer que unos meses después se casaría con el norteamericano Jorge Cunningham, se encontraba en la Estancia del Valle Huemules acompañando a la esposa de Ramón Lorenzo, el dueño del establecimiento. Al día siguiente, mientras sacaba agua de un aljibe, lejos de las casas, escuchó que alguien le chistaba desde un monte de altas y gruesas matas. Al voltearse se encontró con un hombre de aspecto siniestro que la observaba serio inmóvil. Sin más el desconocido la interrogó sobre el paradero de un adinerado matarife de Comodoro que solía frecuentar la estancia. Pero como el hombre no se encontraba allí el intruso siguió su camino perdiéndose rápidamente entre los montes. La presencia de ese desconocido le resultó extraña, pero un detalle especial llamó su atención, le faltaba un trozo de tela de una de las mangas de la camisa que vestía y, por las características de la rotura, daba la impresión de haber sido arrancada de manera violenta, como si hubiera sido un accidente….
Los delincuentes nunca fueron apresados y el trágico suceso trascendió las fronteras de la región y fue tema de conversación y especulaciones durante décadas. Desde entonces a este lugar se lo denomina “Tranquera de los Muertos o Pampa de los Misterios”
Texto del libro “El Viejo Oeste de la Patagonia”, de Alejandro Aguado