En abril de 1886 se realizaron comicios presidenciales para suceder al presidente Julio Argentino Roca. Por más que los resultados recién se sabrían en junio debido a que el conteo de votos era manual, la tendencia del escrutinio ya se conocía en los primeros días de mayo, y los números daban a Miguel Juárez Celman como sucesor de Roca y a Carlos Pellegrini como futuro vicepresidente. Eso permitió que Adela de Funes, cuyas hijas Clara y Eloísa Funes estaban casadas con Roca y con Juárez Celman, pudiera afirmar que era suegra de dos presidentes argentinos.
La estrecha relación entre Roca y su sucesor no era del gusto de la clase trabajadora. La prensa y la oposición se hicieron eco del descontento popular, lo que potencio aun la efervescencia.
En este contexto le toco a Roca inaugurar las sesiones parlamentarias el lunes 10 de mayo de 1886. Pocos minutos antes de las tres de la tarde, el presidente – a quien todavía le faltaba medio año para culminar su periodo- partió de la Casa Rosada rumbo al Congreso Nacional, que en aquel tiempo estaba situado a escasos cincuenta metros de distancia, en Balcarce esquina Hipólito Yrigoyen. El traslado fue a pie y rodeaban a Julio Argentino sus ministros y una rudimentaria escolta complementada con un piquete del Regimiento 3, apostado sobre la Plaza de Mayo, mirando hacia el rio, que alcanzaría sus armas cuando el comandante en jefe Roca pasara por delante. En la puerta del congreso, además, lo aguardaba una comisión de bienvenida compuesta por senadores y diputados.
No se empleaban vallas que separaran al público de los funcionarios, mas allá de lo mencionado piquete. A escasos quince metros del destino, en momentos que roca estaba por poner un pie en la vereda del Congreso, un hombre de saco azul oscuro, ojos pardos, pelo y barba renegridos, cruzo desde la esquina del general hacia su derecha. Y si bien en un principio pareció que solo estaba cambiándose de lado antes de que pasara la comitiva, de un salto se colocó a un costado de Roca y le pego en la frente con una piedra maciza.
El ministro de guerra y marina Carlos Pellegrini se valió de su casi dos metros de estatura y su excelente estado atlético para derribar al agresor, tomándolo del cuello junto con el senador David Arguello, lo sujetaron hasta que el sorprendido jefe de la custodia (coronel Gil) el sorprendido comandante del piquete de infantería (coronel Antonio Donovan) y el sorprendido comisario a cargo de los efectivos policiales (Baldomero Cernadas) se hicieron cargo del agresor, que gritaba, ¡“mátenme”!. En segundos la plaza de mayo fue un caos. Un oficial dio la orden de sablear al hombre. Pero Pellegrini grito que no le hicieran ningún daño. El intendente Torcuato de Alvear se sumó con una súplica: “¡no despedacen a esa fiera!”
El agresor- la fiera- se llamaba Ignacio Monjes, era correntino, de Goya, había combatido en la guerra contra el Paraguay y le encantaba leer libros de espiritismo.
Mostraba signos de estrangulamiento por la forma en que el senador Arguello le había apretado la garganta. Unos soldados encargados de retirarlo de la escena lo llevaron hasta la pared lateral del Congreso, donde recibió golpes de todo tipo. Gracias a la intervención de un superior, se acabó la paliza y lo custodiaron hasta el Departamento de Policía.
A Roca le sangraba la frente y su amigo, el ministro de Justicia y médico, Eduardo Wilde, lo introdujo del brazo al edificio del Congreso y en la oficina de la secretaria de la cámara de diputados, donde, con agua de una palangana y el pañuelo de Wenceslao Pacheco, ministro de Hacienda, le limpio la herida, un tajo de siete centímetros.
Y surgió uno de esos diálogos tan barrocos y típicos de la época.
Roca: “Doctor Wilde, es la primera cachetada que he recibido en mi vida”.
Wilde: “No es usted solo, Presidente, quien la recibe, sino el decoro de la Republica”
Luego le vendo la frente. Con esa vincha, más la banda presidencial con manchas de sangre, Roca leyó el discurso inaugural ante la Asamblea Legislativa. Lo inicio aclarando que daría un mensaje corto y que el extenso, el que había preparado durante los días previos, deberían leerlo en el folleto impreso: “Hace momentos, sin duda un loco, al entrar yo al Congreso, me ha herido en la frente no sé con qué arma.”
Por su parte, Monjes declaro que había querido matar a Roca “por considerarlo responsable de la situación política, que era insoportable desde hacía un año y medio, y con la intención de salvar a la patria, cuya libertad ambicionaba. Se constató que antes de acudir al lugar del atentado había almorzado con un amigo en un almacén que estaba en Perú y Chile, a unas nueve cuadras de la Casa Rosada, y allí había manifestado su plan.
Al terminar su monologo, Roca hizo hincapié en su salida del poder en pocos meses. Y dijo que descendía del elevado puesto de la presidencia, “sin odios ni enconos para nadie, ni aun para el asesino que me ha herido”. Se tomó dos semanas en su casa, desde donde continúo atendiendo los asuntos de Estado mientras la herida cicatrizada.
El 11 de mayo, los senadores debatieron el envió de una carta de pésame a Roca. Así se hizo: le manifestaron su pesar por lo que había sucedido y se alegraban de que “este acto no haya tenido consecuencias fatales” para el presidente.
El 10 de mayo, cuando se cumplió un año del fallido atentado, el juez Carlos Pérez condeno al correntino a diez años de penitenciaría por tentativa de homicidio. Había, sobre todo, dos diferencias importantes entre la condena a penitenciaria.
Al contario de los presos, los penitenciarios no hacían trabajos forzados podían recibir comida u otros objetos del exterior del penal.
Roca conservo la piedra del escándalo en su escritorio: la utilizaba como sujetapapeles. Hoy es una pieza de museo que evoca la tarde en el que el Presidente necesito la fortaleza del ministro de Guerra, los conocimientos clínicos del ministerio de Justicia y el pañuelo del ministro de Hacienda para superar un trance amargo.
Párrafos extraídos del libro “Historias insólitas de la historia Argentina”, de Daniel Balmaceda