Cinco ‘keñuas’ centenarias, situadas a 4.600 metros de altitud en un volcán de Bolivia, detectan las lluvias y los ciclos El Niño de los últimos 300 años de la cordillera andina.
Las keñuas (Polylepis tarapacana) son los árboles que crecen a mayores altitudes en el mundo, árboles pequeños que soportan las condiciones más difíciles. Al crecer en estos ambientes tan extremos, son muy sensibles a cualquier cambio, por lo que actúan como sensores climáticos, como un radar que ha ido registrando lo que pasaba en su entorno y los cambios que se producen en océanos a miles de kilómetros de distancia. Estos árboles están situados en el paisaje surrealista del Altiplano, lugares increíbles donde uno encuentra árboles a 4.500-4.700 metros de altura. Debido a las condiciones extremas, estos árboles crecen tan lento que incluso los pastores más viejos del lugar los recuerdan siempre igual. En definitiva, estas keñuas son como ancianos de 600 años cuyos anillos están extremadamente juntos y tienen el grosor que tendría un árbol de 25-50 años en altitudes menos extremas.
SECRETOS ESCONDIDOS
Los anillos de los árboles son una poderosa herramienta para entender los cambios climáticos pasados y mejorar las proyecciones climáticas futuras. Mediante la dendrocronología (dendros árbol, cronos ciencia), ciencia que se dedica al estudio de los anillos de crecimiento, podemos asignar a cada anillo de crecimiento un año calendario, y así explorar el pasado. Mientras que la mayoría de estudios se limitan a estudiar el crecimiento de los árboles para revelar el clima pasado, en este trabajo empleamos una técnica puntera que rastrea dos isótopos estables de oxígeno, el ‘pesado’ (oxígeno 18) y el ‘ligero’ (oxígeno 16), presente en estos anillos. Estos isótopos —átomos de un mismo elemento que tienen un número diferente de neutrones— provienen del agua que absorben los árboles y su proporción en la madera revela cómo ha sido el ciclo de lluvia a lo largo de los años.
Los cinco árboles que nos sirvieron para reconstruir las lluvias del pasado tienen entre 500 y 700 años y están situados en dos parches aislados de vegetación independientes, a 4.650 metros de altitud en las laderas del volcán Uturuncu, en Bolivia. Los isótopos de la madera de estas keñuas no sólo nos muestran cómo fueron las lluvias en los Andes tropicales, sino también permite asomarse a lo que pasaba en el Atlántico y el Pacífico con fenómenos como El Niño.
Lo bueno de los isótopos es que contienen información muy valiosa que complementa lo que dicen los anillos de crecimiento. Lo que sabemos gracias al estudio del crecimiento de los árboles es que a medida que nos acercamos al presente, los episodios de sequía han aumentado. Sin embargo, los isótopos revelan que la cantidad total de lluvias no ha disminuido, por lo cual es probable que las sequías se deban principalmente a un aumento de temperatura. Y esto es coherente con el escenario de calentamiento global.
Cómo ‘pesar’ las nubes ¿Cómo pueden estos isótopos informarnos sobre cuánto llovió hace 300 años? El agua de lluvia que absorbió esa planta tiene una señal isotópica de oxígeno 18 frente a oxígeno 16 que nos dice cuánta lluvia cayó. En general, las moléculas de agua (H₂O) que contienen oxígeno 18 son mucho más escasas en las nubes y, como pesan más, se precipitan antes. De modo que cuando llueve poco suele haber más acumulación de este isótopo pesado y, cuando llueve más, el oxígeno 16 suele diluir esa señal.
Dependiendo de cuánto llueva, va a haber una proporción diferente de este oxígeno pesado en la nube, y esa diferencia de masa nos permite saber cuánta lluvia cayó, porque si sigue precipitando el agua restante va quedando con menor cantidad del oxígeno pesado. Cuanto más oxígeno 18 hay en la planta, quiere decir que las nubes se han vaciado menos porque ha llovido menos.
En esta parte de Sudamérica nos va muy bien porque hay una estación de lluvias muy marcada y coincide cuando el árbol crece. Esto, junto con la longevidad de la keñua y la capacidad de datar sus anillos, hace que este árbol sea un marcador perfecto, porque podemos estimar muy precisamente la cantidad de lluvia que cayó en cada año.
BIGOTES SENSIBLES DEL PLANETA
Además, los isótopos estables tienen la capacidad de captar otra señal climática, no sólo la local año a año, sino la señal remota de la precipitación. Lo más interesante es que los cinco árboles funcionan como una antena que recoge las oscilaciones de las precipitaciones y temperaturas a nivel mundial, como los ciclos de El Niño y otros eventos meteorológicos cíclicos que ocurren cada 10-12 años y que dependen de cambios en la temperatura superficial del océano del Pacífico. Estos árboles son como bigotes sensibles del planeta que captan las variaciones que se producen entre los dos océanos que bordean los Andes. Esta zona está influenciada por el sistema monzónico de lluvias de América del sur, que viene desde del Atlántico, llega al Amazonas y después asciende hasta aquí. Cuando se produce el fenómeno de El Niño, por temperaturas más altas del Pacífico, lo que sucede es que se intensifican los vientos del oeste que frenan el sistema monzónico y no dejan subir esa humedad, la frenan y no llega al Altiplano.
Otro dato muy interesante es que los datos que reflejan los anillos de los árboles concuerdan con estudios previos que se han realizado en testigos de hielo –muestras que se extraen de los glaciares— así como los corales Pacífico tropical, que también guardan en su ‘memoria’ física las moléculas de oxígeno 16 y 18. En concreto, se ha observado que todos ellos registran los fenómenos meteorológicos que ocurren aproximadamente cada decenio. Esto quiere decir que, cuando se calienta la superficie del mar, puede cambiar el patrón de lluvia en varios lugares.
La evolución de El Niño en el pasado es difícil de estudiar porque no tiene un ciclo constante, a veces sucede cada dos años, otras cada tres, pero tiene un impacto a nivel planetario. Con la instrumentación clásica, que se viene utilizando desde los años 80, alcanzamos a saber los eventos de lluvia desde hace 30-40 años atrás. Pero estos datos de más de 300 años nos ayudan a conocer ciclos que ocurren cada muchos años (10, 20 o 30 años), y que afectan a las precipitaciones a nivel local, regional y, también, global. Y estos arbolillos ancianos en la falda de un volcán remoto nos están dando nuevas claves.
Por Milagros Rodríguez Catón, para Los Andes
La autora pertenece al Instituto Arg. de Nivología, Glaciología y Ciencias Ambientales – CCT-Conicet