Cruzo la ancha planicie que me conduce a la escuela, en uno de los últimos días de agosto.
Viene un aire helado desde la lejana cordillera que se levanta a mi derecha y a mi frente. Adelante, a la izquierda, yergue su mole el Fofo-Cahuel. Hay nieve en las alturas y también en el suelo. Manchas de nieve congelada en los lugares que las matas tornan sombríos.
He galopado poco. Después de las vacaciones, el malacara luce flaco y peludo. Y llevo por delante, cruzada sobre el recado, una valija grande. Y paquetes diversos en los tientos.
En estos regresos de las vacaciones, el frío es más frío; lo feo más feo; la tristeza más triste. Ni el cuerpo ni el alma se habitúan de inmediato al profundo cambio.
Llego al último filo. A partir de allí, la gran bajada. Sobre el faldeo opuesto, mi escuelita. Triste bajo los árboles desnudos, con sus blancas paredes descascaradas. Como agobiadas por un invierno duro.
Me extraña una columna de humo que se eleva de un galponcito semiderruido, al costado del edifico principal.
La columna de humo es un signo de vida en la tarde gigantesca de silencio y soledad.
¿Quién se ha metido en la escuela? ¿Quién ha hecho fuego?
Al golpe de mis talones, el malacara apura su paso. Llego al fin. Mis pies entumecidos no se hacen a la dureza del suelo helado.
Me dirijo al galpón. Quien allí esté, no me ha oído llegar. Abro la puerta. Leonor, Aurora, Juana, Antoñito y sus hermanos pequeños rodean un pobre fuego de yuyos que quiere chamuscar una paleta de chivo ensartada en un palo.
¿De dónde sacaron esta carne? ¿De dónde la sacaron? Los pequeños bajan a cabeza. No hablan. No hablarán.
Miro en derredor. En un rincón veo un bulto sospechoso. Me acerco, lo abro. Allí están los restos del chivo, envueltos en su propio cuero. El animal acaba de ser sacrificado. Pero las orejas, comprometedoras por sus señales, han sido quemadas. Insisto en el interrogatorio. Me enojo. Poco a poco voy sacando lo que ocurrió.
Tenían hambre. No tenían qué comer. Lograron agarrar un chivo de la majadita del vecino. Lo degollaron con un suncho afilado. Le sacaron a paleta. La pusieron a asar. El asado, semicrudo, sin sal, sin pan, estaba por convertirse en su manjar cuando ya he llegado.
Maldigo la inoportunidad de mi llegada. ¿Qué puedo hacer? ¿Impedirles que coman la carne robada? ¿No estoy viendo sus figuras consumidas por el hambre? ¿No sé, acaso, que de eso viven?
¡Con qué mala gana tengo que reprenderlos! ¡Qué artificiales me parecen mis palabras: honradez, moral, delito, cárcel..!
Ellos tienen hambre, hambre de todo un invierno, de todos los inviernos de su vida, desde que nacieron y se prendieron a los pechos secos de su madre.
Y aquí estoy yo, con mi estómago lleno, dándoles consejos, hablándoles del bien y del mal. ¡Qué idiomas tan distintos hablamos! ¡Qué mundos tan distintos los nuestros!
Nada gano con palabras. Nada gano con amenazas. La escuela enclavada entre la miseria y el hambre tiene que aprender el lenguaje mudo de la pobreza y del hambre.
Los dejo con su chivo, con su pobre fuego de yuyos. Que hagan lo que quieran. Yo hablaré con el dueño del animal.
Me dirijo a mi cuarto. Su olor de encierro, de humedad su clima polar me son conocidos. Éste también es otro mundo. Pero es mi mundo de maestro. Ya lo entibiará el fuego. Ya lo iluminará la clara luz del sol. Y aquí viviré nueve meses. Con problemas, con angustias, pero felices en el fondo. Con mis chicos pobres, con mis pobres medios. Rico, riquísimo de esperanzas. De sueños.
He salido a buscar agua al pozo del patio. Encima del cerro se insinúan las primeras luces del día. La brisa es fresca en la mañana que nace.
-¿Qué haces aquí, Carolina?
Pegada a la pared, junto a la planta de lúpulo que alegra la puerta del aula inmediata, una figura inmóvil me ha sorprendido.
-Dice mi papá si me puede pasar un puñadito de sal.
En la voz tímida y apagada de la niña, tiembla toda la miseria, toda la tristeza del mundo.
-Hace mucho rato que esperabas?
-Regular rato nomás, señor.
Nerviosa, Carolina, mueve un pie, mueve el otro, mueve las manos.
Me siento tentado de formular una pregunta. Pero siento por Carolina la más profunda piedad. No quiero crearle una situación embarazosa.
Además, no necesito preguntar nada. Sé para qué es el puñadito de sal en esa primera hora de la mañana.
La niña tiene ya su puñadito de sal. Pero no se retira.
-Dice mi papá si puede pasarle una cabecita de fósforo.
Con la sal, los fósforos, se aleja la menuda, doliente figura de Carolina.
Las primeras luces del día se asoman sobre el cerro para iluminar, de contraluz, la figura de una niña menuda, tímida y doliente, que ha tenido que dejar su lecho, para salir a buscar un puñado de sal y una cabeza de fósforo, mientras, en el rancho, el padre cuereaba una oveja ajena.
Teodoro ha faltado varios días a clase.
¿Por qué faltaste, Teodoro?
-Mi mamá sacó un nene, señor.
-¿Cómo está tu mamá?
-Bien, señor.
-¿Qué nombre le han puesto al nene?
-Todavía no sabimo (sic), señor.
-Pues pónganle mi nombre, así me recordarán el día que yo no esté aquí.
Días después, recordando el diálogo, he preguntado a Teodora:
-¿Qué nombre le pusieron, al final, a tu hermanito?
-Cristóbal Ripa, señor.
He venido un momento al rancho de M. A los M. se les ha muerto una de las mellicitas.
Los M. son una familia prolífera. Pero con mala suerte. Se le van los hijos pequeños. Se los lleva la miseria.
Largo tiempo después he venido al rancho de los M.
Sale a recibirme doña T. orgullosa muestra en los brazos un nuevo retoño. Para que lo admire, abre los míseros trapos que cubren su carita.
-Ete’ e Peroncito- me informa.
-¿Y la L?.- pregunto.
La L. fue mi alumna. Pero no va más a la escuela.
-Aí tá dentro – responde-. L. llama-, venga a saludar al maestro.
L. sale del rancho. Sigue siendo una niña. Tímida, una apagada sonrisa en su rostro apagado.
-Aí lo tiene, el señorita – dice doña T. Y agrega entre enojada y despectiva: ¡Preñau!.
Fragmento del libro “Recuerdo de un maestro patagónico”, de Julián Ripa.