viernes, 4 de octubre de 2024

Joaquín Do Brito releyó el telegrama que le informaba que dentro de tres días su mujer, Gertrudis Perpetua Gordiño y sus hijos Amelia, Amedeo y Hermelinda, desembarcarían en Comodoro Rivadavia. Sesenta días atrás habían partido de Faro, Portugal.

Dentro de un bolso de lona colocó dos pares de botines de cuero para el camino, una botella de ginebra, una lata de tabaco Caporal, papel para armar cigarrillos, fósforos Ranchera y cuatro pares de medias. Colgó el bolso de un hombro y se despidió del amigo que quedaba a cargo de su herrería. Momentos después caminaba sobre el manto de nieve que había caído días atrás.

Corría el invierno de 1914, y hacía varios días que el pueblo estaba aislado por la gran cantidad de nieve que había descargado el último temporal. Las provisiones de los pobladores se estaban agotando. Algunos tramos donde se acumulaban más de un metro de nieve, impedían que las locomotoras llegaran al pueblo.

Hacía más de un año que Joaquín no veía a su familia, y se sublevaba a la idea de no estar en el puerto cuando desembarcaran.  En las calles del pueblo se le sumaron dos hombres con los que recorrería a pie los ciento diez kilómetros que los separaban de Comodoro Rivadavia. Mientras algunos vecinos se acercaron para intentar disuadirlos de la empresa que les podía costar la vida, la gran mayoría se limitó a observarlos en silencio, con aire resignado.

Emprendieron camino siguiendo el trazado de las vías, guiándose con los postes del telégrafo que se elevaban junto al tendido. Detrás de ellos asomaban nubes embarazadas que amenazaban dar a luz otra tormenta de nieve.

Apuraron el paso hacia la estación Kilómetro 96. Al principio hablaban animadamente, pero con la acumulación de kilómetros los ánimos comenzaron a aplacarse. Para entrar en calor, de tanto en tanto se pasaban la botella de ginebra. El viento, gélido, los hostigaba sin tregua. Cuando en el horizonte asomó la silueta de la estación Kilómetro 96, los compañeros de Joaquín acordaron que desistían de continuar con la caminata.

Arribaron a la estación con la ropa helada. El dueño de la casa les dio de comer y beber. A Joaquín le proporcionó comida para el camino y otra botella de ginebra.

Una vez que secó su ropa, partió resuelto a cubrir los veinte kilómetros que lo separaban de la estación Holdich. No lo desanimó tener que continuar sólo. Pero si algo le ocurría, estaría librado a su suerte, lo que en esas circunstancias equivalía a una muerte segura. La descomunal meseta que lo esperaba era famosa por todas las vidas que había cegado durante los inviernos pasados.

Joaquín Do Brito

El ulular incesante del viento presagiaba lo peor: una tormenta de nieve voladora. Pedirle a esa tierra de vientos perpetuos que no sople durante varios días, sonaba ridículo.

 

La ropa y el equipaje, a cada paso le pesaban más. Con la llegada del ocaso la temperatura comenzó de descender rápidamente. A la distancia, en la penumbra, distinguió las siluetas de unas construcciones. Trató de apurar el paso, pero la nieve le había destrozado los botines y sus pies comenzaban a congelarse.

Era de noche cuando arribó a una amplia edificación de chapa con las ventanas pobremente iluminadas. Era un hotel. En el umbral de entrada se sacudió la nieve de los botines y los pantalones. Los taconeos en el suelo alertaron a la propietaria de su presencia, que no podía creer que ese día recibiera un viajero.

Joaquín se sentó junto al mostrador. La mujer le llevó una botella de caña y un puchero para que entrara en calor y recuperara fuerzas. Comió despacio, pausadamente, mientras relajaba los músculos tensionados. Ni bien acabó de cenar, la mujer lo condujo hacia el fondo del edificio por un pasillo oscuro y estrecho. Ingresó a un cuarto pequeño, se quitó el saco y los botines y se desplomó en la cama, vestido. Tenía ganas de fumar, pero lo venció el sueño.

En el exterior se había desatado una tormenta.

A la mañana comió, compró algunos víveres y luego salió a enfrentar un nuevo día. Su próximo destino era la estación Pampa del Castillo. Algunos kilómetros después algo rompió la monotonía del paisaje. Un caballo estaba parado, inmóvil, junto a un poste del telégrafo. No lo dudó, esa era el boleto para salir cuanto antes de la meseta. Se acercó despacio, procurando no espantarlo. Ni bien estuvo a su lado, se tomó de las crines, dio un salto y se posó sobre el lomo del animal. Creyó que intentaría sacárselo de encima, pero el caballo permaneció inmóvil. Lo taconeó para que emprendiera el camino, pero en vez de eso comenzó a balancearse levemente. Así estuvo unos instantes, hasta que de improviso cayó pesadamente hacia un lado. Joaquín alcanzó a arrojarse al suelo, evitando quedar aprisionado.

Joaquín se incorporó y se alejó unos pasos. El caballo tenía las patas congeladas, y no soportó su peso. Sin quererlo apuró el fin del animal, que estaba muerto en vida. En vano trató de levantarlo. Resignado, siguió camino.

Horas después distinguió en el horizonte una débil columna de humo. Se estaba acercando a Pampa del Castillo. El paraje tomó presencia de a poco. Ingresó al hotel ante la atónita mirada de los dueños. Una fina capa de escarcha le cubría la ropa. Tras los pertinentes saludos y la explicación de su situación, le sirvieron una abundante comida y una copa de ginebra. “Gentileza de la casa”, le informaron.

Se cambió los botines, por entonces medio destruidos, por uno de los pares de repuesto. Secó su ropa y volvió a partir para aprovechar la luz del día. Promediaba el mediodía.

De nuevo en la intemperie de la meseta, una manada de guanacos pasó caminando lentamente, hasta que se fundieron con el horizonte. El guía de la manada se detuvo a observarlo un momento; emitió un sonido similar al grito de un niño y corrió a unirse con el grupo.

Cerca del borde de la meseta las palmas del telégrafo describían una curva hacia el este. En ese punto faltaban cincuenta kilómetros para alcanzar la costa. Se adentró en un pequeño declive que pronto se transformó en un cañadón. A medida que la pendiente se hacía más pronunciada, el cañadón se ensanchaba y las paredes ganaban altura. Varios kilómetros después alcanzó la zona de pastizales, que estaban congelados. Sobre la margen norte, entre los pliegues de la falda, asomaban las arboledas desnudas de las estancias de los boers (colonos de origen sudafricano). De las alturas de la ladera se desprendían arroyos de hielo.

Cuando el día comenzaba a declinar, divisó la torre de concreto que se utilizaba para surtir de agua a las locomotoras. El tanque de hierro, dispuesto en el extremo superior, estaba pintado de un rojo furioso. Contiguos se situaban la estación de Escalante y un pequeño hospedaje. En un desvío se encontraba estacionada una pequeña locomotora, comúnmente llamada zorrita.

Los conductores de la locomotora, vestidos con mamelucos de color azul, comían en el salón del hotel. Se presentó ante ellos y les preguntó si lo podrían acercar a Comodoro. Recién partirían a la mañana del día siguiente porque al caer la noche los rieles se congelarían. En esas condiciones corrían peligro de descarrilar.

Esa noche durmió cubierto con una piel de guanaco, en una habitación oscura y fría; pero sumamente confortable en comparación con la experiencia de la meseta nevada. Al amanecer se incorporó a duras penas, le dolía todo el cuerpo por el esfuerzo de la caminata. Desayunó mate con tortas fritas, mientras esperaba la partida de la zorrita. Uno de los ferroviarios, un polaco de finos bigotes, rubio y no muy alto, la había puesto en marcha. El conductor, un gallego de aspecto rechoncho, le indicó a Joaquín que lo siguiera. Iban a partir. Se pusieron en marcha a paso de hombre. En algunos tramos el riel aún estaba cubierto de hielo. En varias ocasiones la pericia del conductor impidió que se descarrilaran.

En la zorrita el viaje continuó sin mayores inconvenientes. Al alcanzar el kilómetro 11, donde empalmaban los ramales a Kilómetro 8 y al campamento petrolero Astra, se detuvieron para comunicarse con la estación de Kilómetro 5 (Estación Talleres). Les informaron que tenían vía libre. Continuaron viaje y a los costados de las vías comenzaron a apiñarse viviendas de chapa y decenas de torres de petróleo. Para entonces la nieve era agua que la tierra había tomado y escurrido en sus entrañas.

 

Los dos ferroviarios, de la sección de mantenimiento de vías y obras, lo dejaron en la estación de kilómetro 5. En media hora partía un convoy hacia el pueblo.

Compró un boleto y se sentó a esperar en una banqueta de madera situada en el andén. El guarda, un yugoeslavo gordo y pelirrojo, le amenizó la espera entonando canciones en su idioma de origen. Treinta minutos después viajaba cómodamente sentado en un vagón para pasajeros.

Las vías se tendían al pie de unos acantilados de greda, bordeando la costa. Distinguió al “Camarones” acercándose al puerto de Comodoro Rivadavia.

Se había generado un intenso movimiento en torno al “Maciel”, el pequeño puerto de madera enclavado en la costanera del pueblo. Dos grandes lanchones de hierro se alejaron de la costa en busca de los pasajeros.

Gertrudis y sus hijos, observaban el panorama desde la cubierta. Ante el panorama desértico que se desplegaba ante su mirada, exclamó desolada: “¿dónde me trajeron?”

Los lanchones con los pasajeros retornaron a la costa empujados por las olas. Unos marineros, con el agua hasta las rodillas, sujetaron los lanchones con sogas y tendieron unas rampas de madera para que descendieran los pasajeros. Joaquín se abrió espacio entre la gente que se agolpaba en torno al puerto. Se encontró con su mujer. Se fundieron en un sentido abrazo. Luego besó a cada uno de sus hijos.

La familia se instaló en el caserío de Comodoro Rivadavia en espera de poder viajar a Lagarto. Dos meses pasaron hasta que al fin pudieron emprender la marcha. Cubrir los 110 kilómetros les resultó lento en extremo. Viajaron detrás de una cuadrilla que iba abriendo a pala una huella en la nieve, para que pudieran circular las locomotoras.

Finalmente arribaron a Cañadón Lagarto, pero la cuadrilla tuvo que retornar a Comodoro sin poder alcanzar el valle de Sarmiento.

Fragmento del libro “Cañadón Lagarto 1911-1945”, de Alejandro Aguado

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