En la segunda parte del partido contra Australia, Leo Messi hizo un eslalon. Arrancó como sus mejores carreras: de espaldas a la portería contraria y zafándose de los contrarios amagándoles por la izquierda, su lado natural, para soltarse de las cadenas por el lado contrario. De camino por el centro del campo lo encimaron dos, que dejó atrás con una aceleración. Y ya en el área intentó lo de tantas veces, buscar el lado izquierdo para rematar a portería. No pudo por décimas, las que se le han caído del cuerpo a medida que cumplía años; las que le convertían en el único jugador del mundo que sabías lo que iba a hacer, y ni siquiera así podías pararle: la velocidad de pensamiento y ejecución de un futbolista superior.
Fue, sin embargo, la acción más romántica del partido: el viejo Messi intentando recuperar una parte de sí mismo, la más vistosa, la que dejaba alucinado al planeta: el 10 que arrancaba y se iba llevando a los contrarios colgando de sus tobillos. Messi contra la biología, contra el tiempo, contra el destino; Messi intentando marcar su gol de siempre: llegar al área tras bailar a medio equipo y, con una fuerza sobrenatural, superar por el exterior a la última marca y batir al portero. Fue algo hermoso, porque en esos segundos la sensación de incredulidad de millones de personas fue impresionante: no puede ser verdad que lo esté haciendo otra vez, no puede ser verdad que esto esté pasando. ¿Hasta cuándo?
La victoria de Messi es saber ser Messi en función de los contrarios, su estado mental y físico; antes podía ser Messi cuando le daba la gana. Hoy puede serlo cuando aprecia signos de debilidad en el rival, como esos depredadores que, ante una manada de ciervos, sabe elegir al enfermo, al débil, al sobrepasado. Con Australia perdiendo en el segundo tiempo, y el equipo descolocado y aturdido, Messi casi les planta el gol del Mundial en la cara. Le faltó un poco; ante la falta de punta de velocidad ya en el área, intentó un caño. Muere lentamente el físico, pero se activa de forma prodigiosa la calidad y la inteligencia. Por eso su crepúsculo es bien capaz de ganar la Copa. Porque tantos años de fútbol maduran ahora, cuando tiene más tiempo para pensar con la cabeza que con las piernas.
Contra México necesitó un control orientado, que alejó definitivamente a su marca, para colocar la pelota en una esquina. Contra Australia no necesitó un control, sólo disparar despacio al lugar más cercano al que el portero no podía llegar. Esa distancia cada vez se ajustará más y más, porque Messi ya es una cuestión de milímetros. No le hará falta correr enloquecido de una punta a otra. Bastará desmarcarse, asistir y disparar a los únicos lugares del campo en los que, por la misma diferencia por la que él ya no puede ser el antiguo Messi, los contrarios no podrán detener al nuevo.