miércoles, 11 de diciembre de 2024

 

No es fácil ver a un hombre afgano llorar. Taj Mohammad, de 53 años, no se molesta en frotarse la lágrima que desciende por su mejilla izquierda. Se cumple este sábado el primer aniversario de la muerte de su hijo Sadiqullah, de 28 años. Era uno de los agentes de policía que trataba de impedir que los talibanes se hicieran con el control de Kandahar, la segunda ciudad de Afganistán, de unos 600.000 habitantes. Una refriega en un cruce delante de una mezquita acabó con él y otros tres compañeros. La guerrilla fundamentalista había logrado en la noche del 12 de agosto del año pasado que las fuerzas locales depusieran las armas. Al día siguiente, Kandahar era de los talibanes, aunque eso no impidió muertes como la de esos cuatro agentes, así como varias decenas de ejecuciones de personas vinculadas al gobierno depuesto. En dos días, el 15 de agosto, los barbudos yihadistas tomaban Kabul, la capital.

Kandahar se ha reforzado en este año como la capital espiritual del Emirato Islámico. En esta provincia fundó el movimiento talibán (talib es estudiante, talibán, su plural) el mulá Mohamed Omar en 1994. El heredero de ese cargo, el mulá Hibatullah Akhundzada, no forma parte del Gobierno, pero mueve los hilos desde Kandahar sin apenas presencia pública y conformando una especie de gobierno en la sombra. “Las órdenes se envían desde Kandahar, pero la capital, la Administración y el Gobierno se encuentran principalmente en Kabul”, afirma sin ocultar esa dualidad de poderes Maulvi Hayatullah Mubarak, vicegobernador de la provincia, durante una entrevista con EL PAÍS.

No es de extrañar que este sea el modelo en el que se fija el Emirato para imponer sus fundamentos. Ver a una mujer por Kandahar no es fácil. Tampoco hay rastro de ellas durante la oración del viernes en la mezquita ni en un restaurante que puede considerarse de lo más avanzado y frecuentado de la ciudad, el NFC. El vicegobernador niega que les estén quitando “derechos” y “privilegios”, aunque algunas de ellas se quejan de que, a la sombra de la sharía (ley islámica) las están alejando más todavía de la esfera pública e impidiendo trabajar.

Una veintena de mujeres aprenden un oficio en un taller textil ubicado en un sótano de una casa de barro a las afueras de Kandahar. La temperatura es asfixiante, todas ellas van completamente cubiertas y las máquinas con las que cosen no se mueven con más energía que la de sus manos. El sudor hace que alguna luzca el burka empapado en medio del traqueteo. Muchas son viudas y agradecen el poder formarse y disponer de un salario mensual de 2.000 afganis (unos 20 euros). Al frente de todas ellas está Kochai Afghan, de 30 años, una empresaria que asegura que tuvo que cerrar su negocio de ropa artesana en el mercado de la ciudad. Otras de las presentes coinciden en que ya no las dejan trabajar de cara al público, una afirmación que el vicegobernador califica de “falsa”.

En el sótano del taller cada testimonio es un drama. Afghan, tan cubierta como las demás, reconoce que sus ingresos son los únicos que entran en su casa, donde deja dos hijos, dos hijas y un marido enganchado al hachís y al alcohol. Nuria, bajo un desgastado burka verde olivo, perdió hace un año a su hijo Abdulsamad, de 18 años, cuando el vehículo en el que viajaba voló sobre una mina. Primero dice que tiene 30 años, pero cuando empieza a detallar que todavía le quedan dos hijos y diez hijas, reconoce que no sabe la edad que tiene, algo más que frecuente en Afganistán.

Los talibanes no disponen, un año después de llegar al poder, de un plan para rescatar y salvar al sector privado, pese a que de él depende el 80% de la economía, lamenta Niamatullah Niamat, de 41 años. Su empresa de productos lácteos, Afghan Maldar Dairy, tiene 50 empleados que, por la crisis de la covid y por la inestabilidad económica por el cambio de gobierno, cobran ahora un 30% menos. Sus instalaciones solo reciben 10 horas al día de suministro eléctrico, el resto lo han de suplir con generadores alimentados por un combustible que ha doblado su precio. “El sector privado se muere día a día, empresa a empresa y si el Gobierno no hace nada…”, deja sin acabar la frase dando a entender que el Emirato no saldrá adelante sin los empresarios. Las reuniones que ha tenido con algunos responsables, algunos ministros, han servido de poco, señala. Reconoce, sin embargo, que es esencial desbloquear las cuentas del banco central de Afganistán en el extranjero, donde hay depositados 9.000 millones de dólares [unos 8.777 millones de euros].

Cortes de luz
Por las principales calles de Kandahar no hay pedigüeños, como hay a miles por Kabul, pero sí es fácil contemplar a empleados vaciar los conductos a derecha e izquierda en los que se acumulan toneladas de barro, deshechos y aguas fecales, pues esta ciudad, al igual que la capital, no dispone de alcantarillado. Además, los cortes de luz siguen siendo frecuentes. Son problemas heredados de las autoridades anteriores que poco tienen que ver con la gestión actual de los talibanes. Poco importan esas lacras sempiternas para algunos. “Con mi hijo vivo y bajo el anterior Gobierno, todo iba bien”, afirma Taj Mohammad, el padre del policía que murió hace un año, al tiempo que asegura que no sabe “nada” del líder de los talibanes. “El Emir al Muminin (jefe de los creyentes, cargo religioso que ostenta) tiene todos los asuntos gubernamentales bajo su control y supervisión”, zanja el vicegobernador.

Dos de los vicegobernadores que antecedieron a Maulvi Hayatullah Mubarak murieron en atentados terroristas durante la campaña de ataques de los talibanes contras las autoridades del Gobierno derribado hace un año. Uno de esos dos casos fue directamente reivindicado por los que ahora detentan el poder. El actual vicegobernador no pierde la oportunidad de reprocharle al reportero la presencia de tropas españolas en Afganistán. “Estados Unidos, los medios estadounidenses y sus aliados en el mundo mintieron y difundieron propaganda falsa sobre nosotros. Me gustaría que informara al pueblo de España con objetividad sobre Afganistán”, señala mientras insiste en que han traído la paz.

Pero la realidad es que la violencia sigue enquistada en el país. Kabul es objetivo de ataques en los últimos días. El jueves, poco después de la entrevista con el vicegobernador de Kandahar, un prominente religioso talibán, Rahimullah Haqqani, murió cuando un terrorista se inmoló en su escuela coránica de la capital en un atentado que se apresuró a reivindicar el Estado islámico (ISIS, según sus siglas en inglés). Este viernes, tras el rezo en una mezquita de Kandahar, el sheikh Abdulbasir Sahib, de 50 años, critica y condena ese ataque, que dice que no fue cometido por musulmanes. Dos docenas de jóvenes talibanes, algunos de ellos armados, le rodean y besan la mano. Instantes después, se hace el silencio para escuchar sus respuestas al periodista. En un equilibrio imposible de mantener, el religioso y antiguo combatiente trata de explicar, sin lograrlo, por qué los ataques suicidas de los talibanes sí están justificados y los de su rival, el ISIS, no: “Hay una gran diferencia. Nosotros luchábamos por el islam y contra el anterior Gobierno y las tropas invasoras. Ellos eran nuestro objetivo”.

Fuente: El País

Compartir.

Dejar un comentario