Ganó la literatura. Nadie escribe de fútbol como los argentinos. Y si Roberto Fontanarrosa hizo algo tan sublime como el cuento del Viejo Casale a partir de una simple final copera entre Central y Ñuls (vale, no fue una simple final), ¿qué conseguirá ahora cualquiera de los grandes literatos futboleros de ese país tan lejano y tan cercano a Europa? Ciertamente, el escritor tendrá que esperar a que se le calme el temblor de manos. Porque el drama fue peliagudo. Qué final. Qué agonía.
Queda claro que Kylian Mbappé puede llegar a ser Pelé. Queda aún más claro que Lionel Messi es Lionel Messi y ya está para siempre a salvo de las comparaciones con el gran Maradona: cada uno su carácter, cada uno su Mundial, cada uno su época. Y queda clarísimo, de forma rotunda, que Argentina estaba destinada a ganar su tercera estrella, porque nadie peleó, sufrió y deseó como ese grupo albiazul dirigido por un señor bajito que paseaba entre sus compañeros con aire ausente, previendo con muchos segundos de antelación cuándo hacía falta que sufriera un espasmo y se moviera a velocidad de vértigo, como se movía aquel niño prodigioso que fue.
En el fútbol no hay justicia. Sí hay a veces poesía. Francia disponía, pese a las lesiones, de un banquillo superior a cualquier otro y de un futbolista tan maravilloso como Mbappé; Francia confiaba de una forma casi despreocupada en imponer su calidad y ganar un segundo trofeo consecutivo; Francia, desde que el expresidente Nicolas Sarkozy arregló para Qatar los votos de la UEFA (a cambio de que los cataríes le compraran aviones de combate y el PSG), era casi un copatrocinador del Mundial 2022. Y Francia acabó perdiendo de la forma más poética y menos justa, en un duelo de penaltis.
Quizá quien escribe tenga la sensibilidad alterada, además de los dedos temblorosos, pero el numerito de Emmanuel Macron en el palco, legitimando con su presencia un régimen detestable (¿habría acudido también a Argentina en 1978?) y agitándose descamisado como en un mitin, le pareció a este redactor todo un poema.
Los augurios eran numerosos. Argentina tenía un seleccionador que nunca había entrenado a nadie, y se sabe que Argentina solo rinde al máximo en circunstancias anómalas. Argentina ganó hace un año la Copa América a Brasil, en Maracaná: ya nada podía impresionar a sus jugadores. La final se disputó un 18 de diciembre, el cumpleaños de Keith Richards. ¿Cómo no iban a favorecer los hados al viejo rockero que ofrecía su último concierto?
Acabó el partido y, al menos por una noche, fue cierto eso de que los rincones más bellos de París están en Buenos Aires. Al menos por una noche (que durará varios días), el país más complicado y más adicto a las crisis del planeta Tierra olvidará la inflación, la pobreza, el desgarro social y político, y gorilas y peronchos bailarán agarrados en torno al Obelisco. Desde Juan, jovencísimo baloncestista bonaerense, hasta Pablo en la Patagonia, los argentinos iban a fundirse en una euforia loca, aérea y terapéutica. A los asimilados, los que no somos argentinos, pero un día caímos víctimas del embrujo de una sociedad enferma de fútbol, nos tocó gozar de forma vicaria. No es poco.
Entre la alegría de Argentina y la tristeza de Francia (que es joven y dentro de cuatro años seguirá ahí), al final del encuentro una sombra cruzó el césped. Era la sombra de Amir Nazr-Azadani, el futbolista iraní condenado a muerte por apoyar a las mujeres de su país. Argentina se llevó el trofeo de forma brillante. Quedan las sombras.
Fuente: El País