En Praga moría Jiri Trnka, maestro del cine de marionetas, y en Londres moría Bertrand Russell, tras casi un siglo de vida muy viva. A los veinte años de edad, el poeta Rugama caía en Managua, peleando solito contra un batallón de la dictadura de Somoza. El mundo perd ía su música: se desintegraban los Beatles, por sobredosis de éxito, y por sobredosis de drogas se nos iban el guitarrista Jimi Hendrix y la cantante Janis Joplin.
Un ciclón arrasaba Pakistán y un terremoto borraba quince ciudades de los Andes peruanos. En Washington ya nadie creía en la guerra de Vietnam pero la guerra seguía, según el Pentágono los muertos sumaban un millón, mientras los generales norteamericanos huían hacia adelante invadiendo Camboya. Allende iniciaba su campaña hacia la presidencia de Chile, después de tres derrotas, y prometía dar leche a todos los niños y nacionalizar el cobre. Fuentes bien informadas de Miami anunciaban la inminente caída de Fidel Castro que iba a desplomarse en cuestión de horas. Comenzaba la primera huelga en la historia del Vaticano, en Roma se cruzaban de bra-zos los funcionarios del Santo Padre, mientras en México movían las piernas los jugadores de dieciséis países y comenzaba el noveno Campeonato Mundial de Fútbol.
Participaron nueve equipos europeos, cinco americanos, Israel y Marruecos. En el partido inaugural, el juez alzó por primera vez una tarjeta amarilla. La tarjeta amarilla, señal de amonestación, y la tarjeta roja, señal de expulsión, no fueron las únicas novedades del Mundial de México. El reglamento autorizó a cambiar dos jugadores en el curso de cada partido. Hasta entonces, sólo el arquero podía ser sustituido, en caso de lesión; y no resultaba muy difícil reducir a patadas al elenco adversario.
Imágenes de la Copa del 70: la estampa de Beckenbauer, con un brazo atado, batiéndose hasta el último minuto; fervor de Tostão, recién operado de un ojo y aguantándose a pie firme todos los partidos; las volanderías de Pelé en su último Mundial: «Saltamos juntos», contó Burgnich, el defensa italiano que lo marcaba, «pero cuando volví a tierra, ví que Pelé se mantenía suspendido en la altura».
Cuatro campeones del mundo, Brasil, Italia, Alemania y Uruguay, disputaron las semifinales. Alemania ocupó el tercer lugar, Uruguay el cuarto. En la final, Brasil apabulló a Italia 4 a 1. La prensa inglesa coment ó: «Debería estar prohibido un fútbol tan bello». El último gol se recuerda de pie: la pelota pasó por todo Brasil, la tocaron los once, y por fin Pelé la puso en bandeja, sin mirar, para que rematara Carlos Alberto, que venía en tromba.
El Torpedo Müller, de Alemania, encabezó la tabla de goleadores, con diez tantos, seguido por el brasileño Jairzinho, con siete.
Campeón invicto por tercera vez, Brasil se quedó con la copa Rimet en propiedad. A fines de 1983, la copa fue robada y vendida, después de ser reducida a casi dos quilos de oro puro. Una copia ocupa su lugar en las vitrinas.
Párrafos extraídos del libro: «El Futbol a Sol y a Sombra», de Eduardo Galeano