miércoles, 4 de diciembre de 2024

“Tuve dos antes. El primero, varón, ya hubiera cumplido los 10 años. Nació en la mañana y falleció al mediodía. La niña fue hace ocho. Se me murió adentro de la barriga, tres horas antes de expulsarla. No le pude ver la carita”, cuenta Maritza. “Ahora estoy de unos dos meses. No me dejan hacer esfuerzos ni entrar en el crematorio”, afirma con las manos aferradas a la panza abultada. Desde hace más de una década, Maritza trabaja en el vertedero de La Metálica.

En el municipio de Lima, a 20 kilómetros de San Pedro Sula, la capital industrial de Honduras, esta comunidad bananera es una de las más pobres del norte del país. También fue de las más azotadas por los fenómenos tropicales Eta e Iota, que en 2021 inundaron gran parte de Honduras, afectando a más de 91.000 viviendas y dejando más de cuatro millones y medio de personas damnificadas, según la Comisión Permanente de Contingencia de Honduras. “Las lluvias arrasaron mi casa, nos dejaron sin nada. Fueron muchos meses sin trabajo”, lamenta la embarazada.

En una sociedad como la hondureña, marcada por su fuerte carácter heteropatriarcal, el hombre es quien lleva el sustento a la casa, pero un único sueldo casi nunca alcanza. “Hay maridos que no ganan suficiente y ellas tienen que trabajar como campesinas en la milpa, en un pedacito de tierra donde siembran frijoles o maíz. Y luego están las recolectoras”, señala Rosa Iveth Acosta, lideresa de una comunidad en la que las mujeres trabajan como pepenadoras. Se ganan el sustento separando material reciclable en los tiraderos. “Yo no sé cómo pueden, yo me desmayo, yo no soporto ese olor. Entran a las ocho y resisten todo el día bajo el sol. Lo hacen porque es la ayuda para llenar la despensa, comprar zapatos, pagar la escuela. Pero no sé cómo pueden…”, confiesa Acosta.

“Acaban doliendo la espalda y las piernas, nos salen granos, tenemos siempre tos por las bacterias y la contaminación”, reconoce Maritza en el porche de su hogar, rodeado de cultivos de banana y palma africana, dos de los productos que sustentan las exportaciones del país. Las pepenadoras faenan de lunes a sábado, respirando durante más de ocho horas, cada día, un aire putrefacto.

Los festivos no existen para descansar de las montañas de desperdicios donde se fermenta la basura orgánica y los plásticos se acumulan, del que emanan enormes cantidades de monóxido y dióxido de carbono y azufre. “Cuando el sol pega fuerte, el olor penetra en las casas y es insoportable”, reconoce Acosta.

A lo lejos se extiende el crematorio que nutre con sus escombros un buen porcentaje del trabajo informal de la región, montones de porquería que las máquinas pisotean. Entre bandadas de zopilotes y perros raquíticos, infestados de pulgas, mujeres con visera y guantes deambulan entre los desperdicios atentas al mejor material que puedan encontrar.

“Recogemos aluminio, cobre, plástico, todos los botes que encontramos. La libra se paga a 6,50 lempiras (0,26 euros), la chatarra a 3 (0,21)″, cuenta Ana Rosa, de 58 años. “Hay que trabajar duro, sin parar. ¡No hay un día de Dios que no sude!”, exclama al tiempo que se limpia las gotas que le resbalan por las arrugas de la frente. “Llevo 16 años recogiendo basura. ¡Con este trabajo he criado a mis cuatro hijos!”, dice, orgullosa.

Atenta al testimonio, su hermana Martha Elena, tres años mayor, le ayuda a juntar plástico en una bolsa enorme. “Lo más duro es cuando llueve. Y la caminada que hago a pie. También mis dos nueras y mi hija trabajan aquí”, explica. “Solo las mujeres pueden recolectar. A los hombres les está prohibido porque siempre buscaban problemas y se ponían muy agresivos. Pueden entrar a dejar la basura o a comprar”, añade Acosta. “Este es un negocio controlado por los mareros, y ellos no quieren problemas. Los problemas atraen a la policía”, expone un vecino.

Estas hondureñas cobran 700 pesos semanales (unos 28 euros), 1.500 la quincena. Hace no tanto, con 1.000 lempiras alcanzaba para comida para una semana. Pero los precios han fluctuado a su desventaja: la libra de frijoles, antes en 12 lempiras, ahora cuesta 27. El aceite pasó de 13 a 27, y la harina, en ocho, dobló casi su valor. “La gasolina se fue para arriba y todo subió. Todo menos los salarios”, lamenta la cabeza de la comunidad La Metálica, donde en la mesa de las familias, un día tras otro, se sirven los mismos escasos alimentos en los platos. De acuerdo con el Banco Central de Honduras, la inflación interanual alcanzó el pasado junio el 10,22%, frente al 4,67% que registró el año pasado en el mismo mes.

“Nos alimentamos de frijol y arroz. La carne está impagable, de vez en cuando comemos quesito y un huevito. Las que tienen gallinas a veces tienen la suerte de comer pollo. Pero está bien difícil la economía”, señala Ana Rosa.

Cuando los ciclones se tragaron la pobreza
“Con la pandemia nos quedamos sin trabajo, y luego llegó la catástrofe”, cuenta Maritza. En el 2021, los ciclones tropicales Eta e Iota, que azotaron con dos semanas de diferencia, arrasaron la comunidad y la sumergieron tres metros bajo el agua.

“Esas lluvias no se pueden olvidar, recordar duele mucho. Todo quedó inundando. Yo tenía material de cobre, latas, de mucho valor. Las aguas se bebieron hasta mi casa, mi ranchita, lo perdí todo”, recuerda Ana Rosa. “Nos quedamos sin hogar, solo con la ropita que andábamos. Ese día había gastado mucho en comida y me lo llevé conmigo. Lo repartí entre la gente que estaba llorando, toda mojadita. Las abrazaba porque el frío era salvaje, con las cobijas les calentaba”, continúa relatando la pepenadora.

Se calcula que Eta e Iota afectaron al 40% de la población del país, causando un daño solo comparable al huracán Mitch de 1998, que se llevó por delante 14.000 vidas.

“No esperábamos la catástrofe porque los gobiernos no avisaron. Aquí apenas llega la comunicación. Cuando nos avisaron de la urgencia ya no había salida, el agua entraba por todos lados”, dice Dinora Ruiz, presidenta del patronato de La Metálica y la representante más antigua de la comunidad, donde un total de 145 casas se perdieron bajo el barro. Cuando las aguas enfurecidas que atravesaban el Canal Maya, alimentado por el río Chamelecón, reventaron sus muros de contención, la corriente se llevó por delante las casas, los caminos, las plantaciones, la vida.

Tras el paso del primer ciclón, solo se mantuvo firme el tejado de la casa de Ruiz, el que dio refugio a 36 familias. “El techo estaba podrido y no podíamos movernos, pasamos tres días sin comer ni beber agua ahí arribita”, relata Acosta. La lideresa de la comunidad recuerda que durante la primera noche alguien mandó guardar silencio para que el ganado no los escuchara. “Las vacas buscaban a dónde subirse para salvarse. “Si hubieran alcanzado el techo nos hubiéramos ahogado todos”, asegura. Al día siguiente, sus cadáveres flotaban entre las corrientes de basura.

Las cifras del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) estiman que los daños causados por la tormenta tropical Eta y el huracán Iota fueron de aproximadamente 52.000 millones de lempiras (2.100 millones de euros, aproximadamente). Los terrenos quedaron destrozados, las cosechas se perdieron, los bananos, podridos, se tuvieron que cortar de raíz. “Antes de la inundación yo decía que teníamos la vida hecha porque mi esposo había sembrado palma y ya estaba produciendo. Pero las lluvias la arrancaron y quedamos en nada. Todo se fue”, lamenta Acosta. Su comunidad quedó durante meses aislada, inaccesible por el barro que lo cubrió todo.

La comunidad sigue esperando una ayuda que tarda en llegar. “Todo el apoyo recibido fue de gente de afuera, de asociaciones. El Gobierno no se acerca, llegaron un día y, como decimos aquí, saludaron con sombrero ajeno. Dicen que no tienen fondos, nunca tienen. Nos sentimos completamente abandonados”, relata la lideresa.

“Creíamos que al llegar Xiomara Castro al poder iba a bajar el precio de las cosas, que se facilitaría un poco la vida, pero cada vez estamos peor”, se queja María Magdalena Blanco. Tiene 62 años y lleva 11 trabajando como pepenadora. “Es el único trabajo que puedo tener. Al ser de la tercera edad, no encuentro otra cosa”, cuenta entre los zumbidos de las moscas y los graznidos de los zopilotes que hacen que su voz se escuche con dificultad. “Los llamamos los limpiamundos porque se lo comen todo”, explica esta mujer, de las más veteranas del basurero, con la mirada atenta en las aves carroñeras. “Una tiene que resignarse a trabajar así para comer, la vida está dura y la canasta muy alta. Y ser honrada en este país cuesta”, confiesa Blanco. Como el resto de sus compañeras, no acaba su jornada hasta que llegue el último camión de basura, entre la que se les van los días, la salud y la vida.

“Los médicos me dijeron que el asma que yo sufro fue lo que provocó la muerte de los anteriores niños. Cuando me embaracé, mi marido no me dejó trabajar más”, confiesa Maritza. Todavía no se ha podido hacer una revisión para ver el estado de su embarazo. “Creo que estoy de dos meses, no sé bien. Estoy esperando a que mi esposo cobre su quincena para ir al centro de salud”, afirma. Y, con una medio sonrisa que deja entrever un atisbo de esperanza, reconoce:

―Si todo sale bien, en cuanto tenga al bebé volveré a recolectar. Necesitamos el dinero y mi trabajo en el basurero para sacarlo adelante.

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