En un viaje de regreso de Punta Arenas, acamparon en las cercanías de Río Gallegos, entablaron conversación con algunos pobladores buscando tierras para comprar. Nunca dejaron de hacer preguntas sobre la región ni de estar al estado de los caminos Marginales La topografía del terreno vados y reparos. También lo examinaron todo cuando regresaron, en otro viaje, desde Puntarenas a Cholila por esos mismos senderos, usando fugazmente por Río Gallegos sin ser advertidos. Así establecieron los sitios donde podían apostarse caballos de refresco y detectaron los caminos secundarios y las sendas casi desconocidas de la región.
Tiempo después, volviendo de Punta Arenas se alojaron el mejor hotel de Río Gallegos, el Argentino, y al día siguiente abren una cuenta bancaria en el Banco de Londres y Tarapacá. Frecuentan el Club del Progreso e indagan sobre tierras, lugares y precios…
Así se muestran moderadamente opulentos y generosos con las propinas. Ya todos estaban al tanto de que habían depositado 7000 pesos en el Banco y de que traerían más dinero, el necesario para llevar a cabo su inversión. También consultan en el banco acerca de la recepción de los giros importantes emitidos desde los Estados Unidos y todo aquello que pudiera interesar a unos prósperos inversores. Los rumores hacen el resto en el chismoso ambiente pueblerino.
Establecen relaciones con gente importante, a la que informan que son socios de una poderosa compañía ganadera que se propone extender sus operaciones a esa zona. Sus maneras desenvueltas los distinguen en un medio poco habituado a una sociabilidad mundana y a conversaciones amenas.
Una extravagancia típica de los “gringos raros” empezó a parecerles divertida a los vecinos: solían entrar y salir del pueblo a todo galope, sin razón aparente.
El lunes 13 de febrero de 1905 retiran del banco los siete mil pesos de la cuenta conjunta, aduciendo que efectuarían una operación de compra esa noche en el Club del Progreso.
Al día siguiente, frío y ventoso, los “dos norteamericanos acaudalados” regresan al banco, justo a las tres de la tarde. El subgerente, Mr. Arthur Bishop, y el cajero, Mr. Alexander McKerrow, ambos ingleses, únicos presentes en el salón, se incorporaron para saludar con formalidad a los importantes clientes. Imprevistamente se ven encañonados por sendos Colt 45 y reciben la orden terminante de levantar los brazos. Quien da las órdenes (por las descripciones es Sundance) está parado sobre el mostrador y apunta a los dos empleados, tan sorprendidos como atemorizados, mientras Mr. Bishop es obligado a abrir la caja fuerte.
El sugerente, “cediendo a la amenaza de muerte” –de acuerdo con el sumario policial- comienza a vaciar La caja fuerte y a depositar el dinero en una bolsa de lona que le alcanza Cassidy. También agregan el dinero que está en el cajón del mostrador. Le piden la llave al gerente para abrir la caja de metal pero este, balbuceante y pálido, contesta que no la tiene. Los asaltantes se las llevan sin abrirla.
Uno de ellos sale a la calle -presumiblemente Butch Cassidy-, coloca la bolsa sobre el caballo y monta. Llama a Sundance, que había quedado vigilando los empleados, y sale con tranquilidad.
Iniciaron entonces un veloz galope que no llamó la atención porque lo hacían habitualmente, como “gringos raros” que eran.
Ethel, quien con todo sigilo casi pasó inadvertida en el hotel había partido anticipadamente para tener lista la primera caballada de recambio como era su costumbre tenían preparados caballos de refresco en distintos puntos, previamente determinados en el itinerario de fuga y disparaban a los aisladores para cortar los hilos telegráficos.
Rumbearon hacia el vado del río Gallegos y lo cruzaron en Güer Aike, parando en la estancia de Shutherland para el recambio de caballos y el abastecimiento de víveres y herraduras, contenidos en unos bultos dados en custodia al cocinero. No se supo si contaron con la complicidad o simplemente la buena predisposición de aquel cocinero quien quizás ignoraba el verdadero motivo por el cual los norteamericanos la habían dejado esos bultos. Además ¡cómo negar un favor a esos gringos tan simpáticos como dispendiosos con las propinas!
Mientras tanto, en el pueblo había alboroto, corrida y exclamaciones de asombro. Se organizó una partida compuesta por policías y vecinos para perseguir a los bandidos. Todos sospechaban que la búsqueda sería tan peligrosa como prolongada.
Corrían los días y no había ningún rastro, ninguna huella que los alentara continuar, los norteamericanos tenían excelentes caballos esperando los en varios parajes. Se solicitó apoyo chileno y el de las poblaciones cercanas. Se despacharon patrullas desde San Julián, Santa Cruz, Puerto Deseado, aparte de 2 comisiones que salieron de Río Gallegos.
Durante más de 20 días fueron rastreando las áreas, los perseguidores estaban a desesperar. Reconocían que los fugitivos eran tan astutos como expertos en planear la fuga: abundan en caballos de recambios, cabalgan rutas poco conocidas, evitaban los centros poblados, marginaban puestos y estancias, y los despistaban con diversos subterfugios. En ningún sitio, a partir de Güer Aike, hallaron un indicio que los alertara en la persecución.
En cuanto al monto del robo, hubo varias versiones; según la primera, superaba los veinte mil pesos moneda nacional más cuatrocientas ochenta y tres libras esterlinas contenidas en la caja de metal, que fue hallada cuatro días después del asalto con la cerradura violentada. Luego se afirmó, en una segunda versión, que habían sido 30.000.
En la instrucción del sumario apenas se insinúa la presencia de Ethel Place: “Una mujer, como tercer involucrado, cuya participación fue secundaria y no protagónica”. Fue el semanario El Antártico el que mencionó un “tercer implicado”.
Por supuesto, se empezaron a hilvanar algunos hechos como, por ejemplo, las compras que los norteamericanos hicieron el Río Gallegos: municiones para carabinas Winchester, una brújula, un anteojo largavista, herradura, víveres y otros elementos para efectuar “un largo viaje de inspección de campos”.
El interrogante fue si realmente los norteamericanos se divirtieron todo el tiempo, o si en algún momento fueron fastidiados por sus perseguidores. Ni un solo detalle, por mínimo que fuese, salió mal. Habían desempolvado su eficaz profesionalismo en el delito.
Durante sus charlas en el Club del Progreso o en el Café de Farina, según un poblador que atestiguó, solían preguntar por los buscadores de oro en Tierra del Fuego y en algunos canales del estrecho; si era cierto que había oro en cantidad y si algunos habían podido hacer fortuna con una mina. No demostraban mucho interés en el tema, sino que inquirían como al descuido. Cuando les dijeron que eso ya era cosa del pasado, que no había oro como para justificar una instalación, cambiaron de tema. Con el tiempo se darían cuenta de que esos dos norteamericanos no estaban hechos para cavar ni para tamizar las frías aguas del río. El oro les interesaba pero ya extraído y embolsado, guardado en alguna caja fuerte, lo cual simplificaba mucho las cosas.
Obraba ya en poder de la policía de Río Gallegos la filiación y prontuario de los prófugos, enviados por el jefe de la Policía Federal, Rosendo Fraga, quien a su vez los recibió del consulado norteamericano. Dos años antes del robo de Río Gallegos la Agencia Pinkerton había comisionado al detective Frank Dimaio para viajar a Buenos Aires y hacer entrega de documentación gráfica, las filiaciones y la orden de captura. El informe Pinkerton estaba nutrido con las andanzas de la pandilla, advirtiendo que eran excelentes jinetes y mejores tiradores.
(El informe hacía alusión también a Harvey Logan, que había fugado un par de años atrás de la prisión de Knoxville, Tenessee. Pero rastrear en als andanzas de los marginados de la ley no era tarea sencilla: erróneamente se buscaba a Logan en la Patagonia cuando ya se había suicidado tras fracasar en el asalto a un tren en el Far West)
En Cholila, la hasta entonces apacible vida de los norteamericanos, comenzó a sufrir alteraciones. Su mostraban más cautelosos y, remedando su refugio de Brown’s Hole, fortificaron la cabaña. (A Brown’s Hole –en las montañas Big Horne, Wyoming- se accedía por un abrupto desfiladero natural a través de un alto y prolongado paredón de rocas rojas de cuarenta y cinco kilómetros de largo. El escondite limitaba con los Estados de Utah y Colorado. Era inaccesible, ideal para los fugitivos por su lejanía, que disuadía a la mayoría de sus perseguidores. Podían entrar y salir inadvertidos y por los alrededores había sitios aptos para esconder la hacienda robada, principalmente caballos.)
Aunque Cholila no ofrecía tantos recursos defensivos prodigados por la naturaleza misma, pusieron en práctica algunos de su inventiva. Por lo pronto, dispusieron el corral de forma que obstaculizada el acceso en caso de ataque, entre otras precauciones, y levantaron “…estratégicamente, a la entrada del río Blanco, un refugio ante los curiosos pobladores que no llegaban a adivinar que las ventanas de estilo nórdico podían ser útiles para disparar fuego cruzado. Y un túnel desde la casa hasta el río, que les permitiría una rápida huida rumbeando hasta el hoy lago Lezana, y desde allí, poder buscar la boscosa alta cordillera”, según escribió Erreme en el periódico Niratal, de Esquel.
La desenvoltura mundana y el humor de Butch y Sundance, sin duda brillaron en el circunspecto Club del Progreso de Río Gallegos, y a nadie le pasó por la cabeza “…alguna sombra de duda acerca de su eran quienes decían ser; por el contrario, les habrán parecido dos personas exitosas y, además, con clase”.
“Si hicieron algo, no fue en Cholila –afirman siempre los vecinos-, Acá se portaron como verdaderos caballeros”. Ana Villagrán, nonagenaria, los recordaba: “yo tenía seis o siete años y la señora Place sentía debilidad por mí; cuando los dos hombres se iban me llevaba a su casa”. En ocaciones se quedaba más de una semana con Ethel y la “acompañaba en sus cabalgatas”. “Los tres eran buena gente –aseguraba, reiteraba la anciana Villagrán, y reiteraba-: “Si hicieron algo no fue aquí”.
La Agencia Pinkerton se mantuvo expectante, con la esperanza de que esta vez los fugitivos fueran atrapados. Pero ese anhelo no pudo ser satisfecho. En realidad, tenían que admitir que los bandidos, astutos y sagaces para planear sus golpes, eran muy oportunos para desaparecer. Lo habían demostrado al elegir Río Gallegos como presa, a pesar de la notable distancia que mediaba entre ese lugar y Cholila.
Texto tomado del libro “Barridos por el Viento – Historia de la Patagonia Desconocida” – Roberto Hosne