El último lugar del comercio callejero estaba ocupado por las cirujas que ya se empezaban a llamar linyeras, neologismo lunfardo aportado por el piamontés “lingería”, ropa blanca. Eran vagabundos profesionales, de antigua tradición, que deambulaban por las calles recogiendo pedazos de hierro, huesos, despuntes, desperdicios de cueros y demás desechos. Por pocos centavos vendían el contenido de sus bolsas apestosas a los temibles barraqueros, protagonistas y dirigentes del submundo que ya palpitaba en la ciudad.
Las reinas del trabajo independiente fueron sin dudas, las lavanderas. Casi todas ellas eran negras. Trabajaban en la costa del río desde la recoleta al Riachuelo, durante el año entero. A pesar de ser muchas a ninguna le faltaba abundante clientela. Nadie podía evitarlas, ni las mejores familias de sólidas fortunas atendidas constantemente por un batallón de criados. La razón era simple: no se podía lavar en las casas. El agua en la húmeda Buenos Aires era, burla celestial, un elemento escaso y caro. Se reservaba para las primeras necesidades, el mate y la sed. Rara vez era usada en la cocina, cuando se adoptaba el exótico procedimiento de hervir los alimentos. O para hacer algo de limpieza si la ética imponía pasar el lampazo o para aseo corporal.
Las lavanderas encendían fuegos en la ribera y calentaban agua del río para cebar los mates con que se entonaban. Lavaban en la costa apaleando las ropas con una especie de garrote y así evitaban mantener las manos constantemente sumergidas. En cada entrega los clientes descubrían telas rasgadas y botones saltados, pero no se quejaban aunque los deterioros arruinaran los primores de flamantes y costosas prendas importadas. Las reglas del juego habían sido dispuestas de esa manera.
Lavaban cantando. Entre lavados y lavados formaban grupos y bailaban al ritmo de sus músicas rudimentarias. Mientras trabajaban tampoco detenían gritos y bromas, siempre asonantes y fieles a los compases exaltados de los candombes que celebraban en el barrio del Tambor.
Las intimidades detectadas en las ropas, por las que deducían en voz alta los pecados, virtudes y achaques, congregaban mayor cantidad de público que en el teatro Coliseo o el de la Victoria. Las aristocráticas sábanas, enaguas y bragas, los calzones, calzoncillos y camisas de dormir, revelaban secretos mucho más interesantes que los dramas representados por los cómicos. Las mejores familias porteñas estaban siempre prontas cuando había sol para acomodarse en el verde ribereño, provistas de las chucherías necesarias para cebar mate, aguzar oídos y descifrar los chimentos cariñosos o nefastos que podían reconocerse entre el griterío.
Fragmento del libre “Color de rosas. Vida cotidiana”, de Eugenio Rosasco