Al comenzar la década de 1880 la propaganda oficial invitaba a emigrar –al igual que lo hacían los extranjeros- a las zonas distantes del país y lograr prosperidad trabajando la tierra. El territorio de Santa Cruz era uno de los destinos sugeridos y, para fomentar su colonización, se sancionó una ley que asignaba a cada familia a orillas del río homónimo una legua de tierra, la provisión de quinientas ovejas, tres yeguarizos, dos vacas, una casilla desarmable y útiles de laboreo. El colono se adjudicaba la tierra en propiedad luego de cinco años continuos de explotación, pero debía reintegrar al Estado la hacienda y las herramientas prestadas.
Luis Piedra Buena, consecuente promotor del poblamiento de esa región, persuadió al teniente Gregorio Albarracín –quien luego de participar de la guerra del Paraguay y en la Campaña del Desierto había solicitado la baja con el propósito de emprender la actividad agropecuaria- de que se radicase en Santa Cruz. “Es la zona apropiada para llevar a cabo su proyecto”, sugirió Piedra Buena cuando el joven oficial le contó de sus aspiraciones.
Se inscribe al efecto en la Dirección de Tierras, donde le informarán que unas diez familias viajarían a esa colonia en gestación. En mayo de 1880, en compañía de su joven esposa, embarca en el velero Santa Rosa, y no tarda en advertir que los únicos colonos son ellos, además de don Ignacio Félix Peralta Martínez, designado comisario de la colonia –que viaja con su hijo Jacinto de secretario-, y el capital Francisco Villarino.
Cuando arriban, Gregorio Albarracín observa que, además del grupo de personas que habitaban la isla Pavón, solo había unos pocos miembros de las subdelegaciones de Misioneros y Deseado.
María Solomé González de Albarracín, de dieciocho años de edad, recordó:
“¡Qué triste esatierra entonces! Nos impresionó, cuando desembarcamos, leer en un madero: ‘Adiós tierra ingrata de guanacos y pingüinos’, después me enteré que lo había escrito un oficial de la Mariana destacado allí, tiempo atrás”.
De las quinientas ovejas asignadas, solo la mitad llegó con vida, pero Albarracín debió firmar el recibo, según intimación del comisario, por el valor de las quinientas: de lo contrario, debía regresar a Buenos Aires en el mismo barco. El exoficial aceptó, con la esperanza de poder superar el obstáculo.
Se instalan en un rancho teniendo como vecinos a la familia de Gregorio Ibáñez, su esposa Gregoria, chilena, madre de cinco hijos, era la única mujer blanca de aquel lugar y, por supuesto, cultivó la amistad de la joven señora Albarracín.
Ya establecidos, una fría mañana de invierno Gregorio Albarracín encontró cerca de sus corrales unas setenta ovejas malvineras sin esquilar desde hacía por lo menos dos años. Seguramente se trataba de un rebaño perdido de Punta Arenas, y Albarracín lo aprovechó para cruzarlo con sus merinos traídos desde Río Negro y lograr una variedad más adaptada a la región.
Se abastecían con las provisiones que los barcos traían de Buenos Aires –el marítimo era el único medio de comunicación-, y en una ocasión en que el barco se demoró más de nueve meses Albarracín tuvo que viajar con sus cargueros hasta cabo Vírgenes, a unos quinientos kilómetros, a comprar víveres en un campamento de buscadores de oro.
La llegada de los barcos tenía otro atractivo: disipaba la monotonía con reuniones diarias que se realizaban en la casa de Albarracín. En alguna de ellas estuvo presente Piedra Buena, quien apadrinó a Francisco Luis, el primer hijo del joven matrimonio de colonos, que llegaría a ser el primer diputado patagónico.
Cuando se produjo el parto, Gregorio Albarracín, seguro de que Francisco Luis aún tardaría en nacer, había viajado a Misiones, y el peoncito Juan había ido a rodear la hacienda. Doña Gregoria, que había prometido ayudar en el trance, tampoco estaba allí: también ella creía que todavía no era tiempo. Sin embargo, Francisco Luis anunciaba su llegada al mundo ante la alegría y, a la vez, desesperación de María Salomé, que se hallaba sola.
Providencialmente golpeó a la puerta de su casa “un viejito francés llamado Poivre” que había llegado de Punta Arenas para comerciar con los indios.
“Llegó a mi casa para pedir alojamiento, precisamente en el momento que nacía mi hijo. Supliqué a Poivre que fuera a la orilla del río para gritarle a Ibáñez que cruzara a su señora en bote y esta llegó horas después que naciera Francisco Luis y cuando mi marido había vuelto”.
La vivienda de los Albarracín se componía de dos piecitas desarmables de madera y chapa, ubicada entre tres cerritos. “los fuertes vientos arremolinados –contó María Salomé de Albarracín- envolvían nuestra casa de una continua nube de tierra y arena que nos hacía imposible la vida”. En esos días el matrimonio salía tomado de las manos, “porque sólo así se podía caminar”.
En otra oportunidad, Juan Arriyaga, un peoncito de quince años que los había acompañado desde Buenos Aires, desapareció. Esto intranquilizó mucho a la señora Albarracín, que desde hacía dos meses estaba sola con él dado que su esposo había viajado hasta la colonia galesa en Chubut a comprar vacunos. Desolada, María Salomé corrió junto a la orilla del río en dirección de Misiones, y en el camino se encontró con John Williams, el subprefecto, y algunos marineros que traían el cadáver del muchacho, al que habían descubierto cuando bajó la marea.
Entretanto, su esposo no había podido llegar a Chubut porque en el viaje de ida se enfermó y se vio obligado a regresar. La enfermedad, que se agravaba paulatinamente, los decidió a emprender el definitivo regreso a Buenos Aires después de cuatro años de permanencia en aquella región implacable.
Devolvieron lo que correspondía al Estado.
Fragmento del libre “Barridos por el viento. Historias de la Patagonia desconocida”, de Roberto Hosne