La igualdad extrema se rompió en la tanda de penales. España no fue mejor que Marruecos, pero tampoco peor. Fueron unos octavos reñidos, pero también mediocres. Que obligaron a estirar el reloj y a tirar a suertes para resolverlos. Quedarse el balón e intentarlo más no le sirvió de nada a la selección, espesa, plana, inofensiva. Quizás le valió para no pasarlo mal por atrás. Pero no para desnivelar una contienda que llegó sin desenlace hasta la prórroga. Y que se desanudó en los penales. Y ahí fue mejor Marruecos. Mucho. Los deberes de llegar con 1.000 tirados que ordenó Luis Enrique a sus jugadores no sirvió de nada. Los tiró fatal. Y termina Qatar en fracaso. Se acabaron los Twitch.
Si Marruecos irrumpió eufórica y crecida, gustándose de su trayecto en Qatar, España lo hizo envuelta en el enigma. Tres partidos y tres versiones diferentes, contradictorias, y, lo que es peor, descendentes. De la cara apisonadora del primer día pasó a la competitiva del segundo, para terminar mostrándose ingenua e incapaz en el cierre de la fase de grupos. Algo así como una moneda al aire que para su arrogante entrenador merecía hasta ayer un notable alto, si no sobresaliente bajo. Lo dijo en la previa, de nuevo borde, y también que el resultado, dejándose llevar por uno de los topicazos de banquillo contra los que dice combatir, le importa cero.
Así que la España imprevisible amaneció en octavos con una alineación reconocible, de vuelta al primer partido, el mejor, pero con un toque ‘made in Luis Enrique’, que nunca falta. Marcos Llorente, inédito hasta la fecha, de lateral derecho. Piernas y profundidad contra la amenaza marroquí, aunque su fuerte está en el otro costado. Y Morata otra vez al banco, el único nueve como recurso no como plan inicial. Un lateral que no es lateral, un central que no es central, un nueve que no es nueve… Regragui sí fue con los que se esperaba, su once intimidador y memorizable. Aunque el 4-3-3 fue en realidad un 4-5-1.
Lo que no cambia es la pelota, que tuvo un solo dueño. Uno porque la quiere, otro porque su renuncia es expresa y maquiavélica («lo importante no es tener el balón, sino saber qué hacer con él», había dejado como confesión inequívoca el técnico marroquí en la víspera). España asumió la posesión y Marruecos se buscó la vida a la defensiva y al contragolpe. Y en realidad, ni uno ni otro supieron cómo darle jugo a sus ratos de pelota, ni el que la movía en horizontal ni el que lo hacía en vertical.
Marruecos fue un poco más en los uno contra uno (Boufal se hartó de torcer cinturas) y en los balones divididos. Y en la grada, donde escuchaba más a los suyos. También arriesgaba demasiado en la salida, tanto que presionar a Bono (se la jugó tanto o más que el incorregible Unai) fue la mejor fórmula de los de Luis Enrique para arañar ocasiones. Y algún desmarque de ruptura (Alba enviaba, Asensio recibía). Por dentro imposible. Las oportunidades de Marruecos llegaron por errores españoles en zonas prohibidas, pérdidas o malos despejes. Nada serio. La monotonía colapsaba a España, que nunca se creyó superior a un rival que sí actuó convencido de que era menos. Aunque sin entregarse. Con igualdad y miedo, incertidumbre en el marcador, se alcanzó el descanso.
La segunda parte insistió en el cuadro. España sin luces ni velocidad para abrir un montaje defensivo muy poblado y Marruecos sin facultades para arañar con recorridos más esporádicos y también más largos. No había respuestas colectivas ni tampoco destellos individuales. Rodri, majestuoso e inteligente atrás, y los pases de Alba es lo que más se parecía a eso. Por el adversario, los arabescos de Boufal. Nadie sufría; nadie hacía sufrir.
Así que España le llevaba la contraria a su axioma. Ni era capaz de ganar a cualquiera ni tampoco de perder contra cualquiera. La reunión pedía cambios, que alguien se animara a alterar el guion. Lo intentó Luis Enrique vencida la hora de juego con Soler y Morata. La carta del nueve. De uno que fue creciendo en Doha a gol por partido. Regragui lo probó soltando sobre el césped a un regateador patológico, Agbe, aunque retirando a su mejor jugador hasta entonces, Boufal. Más intención y mucha más iniciativa de España, pero también más impotencia. No encontraba grietas en el rival, dominaba otra vez para nada.
Hasta que salió Nico Williams, con poco tiempo por delante, y ahí sí insinuó que su desequilibrio hacía daño al rival. También Marruecos estiró su afamada banda derecha y el final amagó con volverse un ida y vuelta. Simulacro hasta tocar la prórroga, que tampoco corrigió el marcador, pero en la que la que más lo buscó también fue España (aunque la más clara la tuvo Cheddira y la salvó Unai; y Sarabia en el tiro al palo final). Los cuartos finalmente se lo jugaron a cara o cruz. Y los penales dijeron que se clasificó Marruecos. España los tiró fatal.