viernes, 11 de octubre de 2024

“Me agacho junto a Carlos y siento que se queja; le paso mi brazo por la espalda para tratar de levantarlo y siento en mi mano correr su sangre tibia, y recién en ese momento me doy cuenta de que lo han ametrallado”

Carta de Carmen Artero a su amiga Marcela Estrada, 24 de mayo de 1974
El padre Mugica escribiendo uno de sus frecuentes artículos periodísticos

Como todos los sábados, Mugica había almorzado con su familia en el segundo piso de la calle Gelly  y Obes al 2200, en La Isla de la Recoleta, una de las zonas más elegantes de la Capital Federal, y siempre con el tiempo escaso para las múltiples actividades en las que se involucraba, partió a todo velocidad con su Renault 4S hacia Atalaya.

Finalizado el tercer tiempo, el cura amontonó en un bolso la camiseta verde, el pantalón corto blanco, las medias del mismo color y los botines negros. Se duchó y se vistió de negro, salvo la camisa verde oliva con botones blancos. La policía encontraría luego el bolso en el baúl del automóvil junto con una raqueta de tenis de metal.

Cuando llegó a la iglesia, a las 6.30 de la tarde estacionó su Renault 4S chapa patente C542119 en la mano de enfrente y caminó rápido hacia donde lo esperaban una pareja de novios que en la semana le habían pedido que le dieran consejos porque estaban próximos a casarse.

A los 15 minutos se asomaron Carmen Artero y Capelli, querían hablar con él antes de la misa pero se dieron cuenta que estaba ocupado y decidieron que iban a encararlo luego del oficio religioso. Capelli volvió a su coche pero Artero decidió quedarse en misa. Artero y Capelli querían hablar con el cura para plantear la difícil situación de Marmouget, que no tenía trabajo ni vivienda, a diferencia de ellos. Marmouget dormía desde hacía un año en la capilla Cristo Obrero que había sido levantada por Mugica en el sector comunicaciones de la villa, a cambio de acompañarlo en algunas visitas, diligencias y ocuparse de la limpieza de la iglesia. Mugica lo apreciaba y por eso se disgustó cuando el jueves 9 de mayo Marmouget se marchó de la villa con toda su ropa y sin decirle nada.

Por eso, apenas finalizó  la misa, Artero salió “a buscar a Ricardo para que habláramos con Carlos” en la sacristía. “Nos costó medio minuto convencerlo; bastó que le dijéramos que no era posible dejarlo en banda cuando estaba sin guita y sin techo”, le contó Carmen a su amiga Marcela. “Salimos los tres después de charlar unos 15 minutos y Ricardo fue hasta el coche a buscar a Nicolás. Yo me quedé junto a Carlos, vinieron Ricardo y Nicolás, Carlos lo saludó a Nicolás y  a dos metros había un hombre esperando, allí comenzó todo…”

“Por su lado, Marmouget se había alejado de Mugica y el desconocido que lo esperaba cuando escucho una sucesión de estampidos que parecían cohetes” y pudo ver “a un hombre morocho que vestía campera y pantalón oscuros, y disparaba con un arma” que le pareció una ametralladora contra el cura que cayó sentado contra la pared.

De inmediato el comisario López de la comisaria 40 fue al lugar con el oficial principal Evaristo González y constató que Mugica había caído frente a la segunda ventana de la casa pegada a la iglesia, donde pudo ver el rastro de sangre cuando se iba deslizando por la pared recubierta de piedra cantera, así quedó “un charco de forma irregular”.

Unos días antes

Cuatro días antes de que lo mataran a balazos a la salida de la iglesia, el martes 7 de mayo de 1974 el padre Mugica entró al aula a paso ligero todo vestido de negro, con esa refinada elegancia que seducía a tantas mujeres, y no solo de la elite porteña a la que él mismo pertenecía. Sus alumnos de Teología II de la carrera de Ciencia Política en la Universidad del Salvador notaron rápidamente que no era el mismo de siempre: lucía preocupado y pronto se enterarían porque.

-“Me parece que voy a dejar de ser su profesor”, les dijo con amargura.

María Argeri, de 20 años, había llegado de Tandil para estudiar en la universidad de los jesuitas, en la calle Hipólito Yrigoyen al 2400, a seis cuadras del Congreso, y recuerda que no eran muchos los alumnos en aquel atardecer otoñal, acaso porque había llovido y hacía frío. Sentada en el medio del aula pensó: “Uy, estos curas, seguro lo trasladan”. Algunos de sus compañeros fueron más explícitos

-“No, ¿por qué profesor?”

-“Vengo de pelearme por tercera vez en la última semana, con el Estado Mayor de Montoneros. Esta vez es muy malos términos, sobre todo con Firmenich. Estoy amenazado de muerte”.

Ninguno de sus alumnos logró articular palabras.

-“Se lo dije: ¡Es una canallada atrás de la otra lo que le están haciendo al General! Lo están poniendo en peligro, están volteando el gobierno popular… Pero no les gustó lo que les dije”.

-“Nos quedamos duros en nuestros asientos. Estábamos atónitos, no podíamos hablar. Le teníamos mucho afecto al padre Mugica, ya había sido profesor nuestro el año anterior en Teología I”, contó Argeri.

Días después, ya en su ciudad natal, Tandil, María Argeri contó que la única vez que vieron enojado al padre Mugica fue precisamente a la semana del asesinato de Rucci, que fue emboscado el 25 de septiembre de 1973, apenas dos días después del aplastante triunfo electoral del General.

Según Argerí,  Mugica bramó: “Los hijos de su madre mataron a Rucci. Pero, a ver: ¡No se entiende cómo esta gente no comprende el presente! Se trajo a Perón, que es una persona ya grande y está haciendo el esfuerzo de venir al país para hacerse cargo de nuestros problemas y nuestras contradicciones; se ganó la elección. ¡Esta muerte es cortarle los brazos, las piernas a Perón!”

“Me dijo que recibía constantes amenazas de muerte, que estaba convencido de que esas amenazas provenían de Montoneros y que no eran desconocidas por Roberto Quieto y Mario Firmenich”, aseguró Jacobo Timerman, director de La Opinión, el 14 de mayo de 1974 (artículo en tapa del diario).

-“No tengas miedo, Carlitos. ¡Dios te va a ser fiel!” – le dijo el monje Mamerto Menapace.

-“¡Este año muchos nos encontraremos con Dios!”, se despidió Mugica (Carlos Mugica, diálogo al final de su último retiro en el monasterio de Los Toldos).

“Lo noté distinto aquel día: aun recuerdo la sombra de terror de sus ojos puros y limpios”.

-“Antonio, estoy preocupado”, me confió el cura

-“¿Por qué padre?”

-“Creo que me van a matar”.

-“Pero ¿por qué lo van a matar? Si a usted lo quiere el pueblo y es amigo de todos nosotros…”

-“Me van a matar los Montoneros porque estoy en la tarea de pacificar a la juventud. La guerra tiene que terminar porque ya hemos logrado el objetivo: Perón está entre nosotros”. Recuerdos de Antonio Cafiero,  en  declaraciones a TN.

Fragmentos del libro “Padre Mugica”, de Ceferino Reato

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