Cuando Claudio Levi desembarcó en El Hoyo, descubrió un gran mosquetal con pasadizos naturales. Lo inspiró y diseñó uno propio, con cipreses, que es una gran atracción turística.
En 1967, cuando Claudio Levi tenía apenas 6 años, conoció el laberinto de Los Cocos, en Córdoba, que marcó su vocación. Desde entonces, no se cansó de dibujar laberintos y armar pasadizos con las sillas de su casa. Jamás imaginó que lograría diseñar y construir el suyo propio, el más grande de Sudamérica. El Laberinto Patagonia está emplazado en una loma del valle del río Epuyén en El Hoyo, rodeado por los cerros Currumahuida, Pirque y Plataforma.
Nació en Vicente López, en la provincia de Buenos Aires, pero en 1982 llegó a la Comarca Andina, a través de La Trochita y supo que era su lugar en el mundo. El destino original era El Bolsón, pero alguien en el tren le mencionó El Hoyo que le llamó la atención. «En el micro, le dije al chofer: ‘Yo me bajo acá’. Me dijo que no había parada, pero le insistí y accedió. Desde abajo, vi cómo el micro se iba cual película; acá no había nada. Y acá estoy», dice.
Al año siguiente, con 22 años, compró un predio de tres hectáreas en ese lugar -a 150 dólares, la hectárea, recuerda- con el sueño de emprender un proyecto turístico. «Fue como un hechizo. Supe que quería armar mi vida en este lugar. Es un entorno único, a 75 kilómetros en línea recta con el Océano Pacífico, es uno de los lugares en el mapa argentino más cercano», comenta este hombre que, durante siete años, vivió sin electricidad.
Un laberinto natural
Fue entonces cuando descubrió un mosquetal en su propio terreno que simulaba un laberinto natural. Sucede que como ese sector conducía al río, era «una pasada obligatoria» para las vacas y caballos que fueron abriendo picadas naturales. «Ese mosquetal tenía unos 4 metros de altura. Era una especie de laberinto natural para llegar al río que no fue planeado. Con un machete, me divertía dándole forma», reconoce.
«El chiste -agrega divertido-, era cuando venían a visitarme mis amigos. Les decía: ‘¿me acompañan a buscar los caballos?’. Íbamos todos juntos y de repente, yo hacía como que me perdía y ellos empezaban a gritar: ‘Claudio, ¿a dónde estás?. Se está haciendo medio oscuro’. Lo disfrutaba mucho«.
Tiempo después, un poblador de la zona le vendió otras 5 hectáreas que habían sido arrasadas por un incendio en 1987 y ya no servían como predio forestal. En ese momento, Claudio pensó en repetir el laberinto de mosqueta que también se había perdido a raíz del fuego. Sin embargo, el brote de hantavirus que afectaba la región lo hizo desistir.
En 1992 su camino se cruzó con el de Doris, una joven de El Bolsón, de quien no solo se enamoró sino que le transmitió su pasión por los laberintos.
Las encrucijadas del laberinto
La entrada y la salida al laberinto se puede resolver en 90 segundos, pero en el medio, hay distintas bifurcaciones que pueden llevar a tomar el camino incorrecto. Es lúdico y atrapa por igual a un niño, un joven o un adulto. También tiene un significado, reconocen sus creadores. «Representa la búsqueda de uno mismo, el camino a seguir: ¿qué camino vine haciendo hasta ahora?, ¿volví al mismo lugar?, ¿tengo que ser más observador o más cuidadoso, o qué? Hay que ser observador, tener memoria», plantean.
Rescatan la solidaridad de la gente que recorre el laberinto con quienes se pierden el camino: «Hay mucho diálogo, mucha risa contagiosa y algunas cargadas también. No deja de ser un momento de alegría«.
Las ganas de proyectar no paran. La pareja sueña ahora con crear «un laberinto clásico» sin bifurcaciones; es decir un laberinto unidireccional. La locación será la misma donde estaba aquel antiguo mosquetal que terminó por inspirarlos.
El dato
10.000 pesos
cuesta la entrada al laberinto (8.500 pesos, por pago en efectivo).
Hay descuentos para jubilados y residentes.
El gran atractivo de la región
Una vez que uno traspasa el ingreso al laberinto, la imagen de los pasillos verde claro es llamativa. Pero también lo es la forma en que se perciben los sonidos. El canto de los pájaros se funden constantemente con las risas de los visitantes.
Un hombre pasa por un sector a paso rápido. Al rato, vuelve a circular por ese sector con cara de desorientado. Otras dos turistas que lo observan se miran cómplices y sonríen.
El público es de lo más variado. El laberinto recibe principalmente el llamado turismo de cercanía, de Neuquén, del Valle de Río Negro, Chubut y Santa Cruz. Tampoco faltan visitantes de Buenos Aires, Rosario, Córdoba y Uruguay. El público chileno, en cambio, va y viene de acuerdo a la conveniencia por el cambio.
Silvana Romagnolli y Carolina Olivos, dos amigas de Buenos Aires, viajaron a Trevelín para conocer el campo de tulipanes, pero en el lugar conocieron sobre la existencia del laberinto y se propusieron visitarlo. «Es una maravilla, nos enteramos de casualidad por una turista colombiana que nos pasó el dato», contaron divertidas, mientras buscaban la salida.
Mercedes Villavicencio, de Neuquén, recorría los alrededores del predio, junto a su hija y su nieta. «Más allá de que es un juego, es una gran experiencia. Caminás y cuando volvés, te cambia la perspectiva. Con un poco de ayuda, salimos. Se cumplió el desafío», calificó la mujer.
El Laberinto Patagonia cuenta con una confitería que ofrece una variada carta de tortas, sandwichs y macarones. A unos pocos metros, GAL, una galería de arte propone «mapping inmersivo» con proyección «desde el piso, las paredes y el techo» sobre los cuatro elementos (aire, tierra, fuego y agua). La duración es de 18 minutos.
Por otro lado, desde hace dos temporadas, funciona en el predio un restaurante y sidrería.
Por Lorena Roncarolo para Diario Río Negro