Antes de México 1970, la dictadura brasileña utilizó todos sus resortes para que O Rei participara en la Copa del Mundo pese a que había asegurado que nunca volvería
El 19 de noviembre de 1969 Pelé se paró delante de una pelota colocada sobre el punto de penalti en Maracaná. El último tiro para alcanzar los 1.000 goles. Mientras se preparaba, se dio cuenta de algo perturbador: “No había nadie allí. Miré, y los jugadores estaban todos atrás”, recordó en un reciente documental de Netflix. Sus compañeros se habían quedado abrazados en el centro del campo, como si contemplaran una tanda de desempate. A Pelé le preocupaba qué sucedería con el rechace si se lo paraba el portero, o si le daba al palo. Pero estaba solo. Solo y aterrado: “Me temblaban las piernas. Me decía: ‘No puedo fallar este penalti”.
Era el destino solitario al que le abocó su genio. Nadie concebía que pudiera fallar cuando iba a darle otro mordisco a la historia. Pero sobre todo, Pelé se vio a menudo empujado a hacer cosas solo que luego celebraba todo el mundo.
Aquella noche de noviembre, el portero del Vasco de Gama acertó hacia dónde tirarse, pero no alcanzó el balón. Ni a Pelé, que entró detrás para besarlo. Ya no pudo escapar de la portería. Varios miles de los 100.000 espectadores invadieron el campo y se lo llevaron a hombros. Hay grabaciones en las que los periodistas le dan las gracias. Y lo hacen en nombre de todo Brasil. El miedo era suyo; la alegría, de todos.
Tres días después, el dictador, el general Emílio Garrastazu Médici, que apenas llevaba tres semanas al frente del régimen, quiso verlo. Y Pelé voló a Brasilia a atender su llamada. El militar, como todos los gobernantes, en especial aquellos en situaciones delicadas de apoyo social, conocía las ventajas de aparecer con un símbolo. Creó incluso un trofeo para la ocasión, la copa Garrastazu Médici. Así quería el dictador que su nombre quedara ligado para siempre al logro asombroso de los mil goles.
Pelé intentó tratar con cautela a todos los bandos políticos: “Siempre tuve las puertas abiertas. Lo sabe todo el mundo. Incluso en los peores momentos”, contó. Nunca se cerró a nadie. Tampoco nunca se entregó del todo: “Siempre querían que tomara partido”. Como es lógico, nadie estuvo satisfecho del todo.
La dictadura militar, instaurada en Brasil después del golpe de 1964, coincidió con la guerra de Vietnam y la negativa de Mohamed Ali a alistarse en abril de 1967. El boxeador fue condenado a cinco años de cárcel y una multa de 100.000 dólares, aunque pagó una fianza y no llegó a ingresar en prisión. También le retiraron la licencia y pasó tres años y medio sin poder boxear. El contraste de los equilibrios de Pelé con el arrojo del púgil le procuró muchas críticas al brasileño.
Sus defensores siempre sostuvieron que los riesgos de la disidencia no eran los mismos en una democracia que bajo una dictadura. Pelé se defiende en el documental, que es también una especie de testamento político: “No creo que pudiera hacer otra cosa. No podía. ¿Es que la dictadura trajo algo bueno? ¿De qué parte estar? Uno se pierde en estas cosas. Soy brasileño y solo quiero lo mejor para Brasil. No era un superhombre. No era milagroso. No era nadie. Era una persona normal a la que dios le había concedido el don del fútbol. Pero estoy totalmente convencido de que he hecho mucho más por Brasil con mi fútbol, con mi manera de vivir, que muchos políticos que cobran por hacer eso”.
En 1968, la dictadura se endureció aún más con el Acto Institucional Número 5, o AI-5. Se cerró el congreso, el presidente Artur da Costa e Silva concentró el poder sin controles y desaparecieron muchos derechos y libertades: se instauró la censura, se suspendió el habeas corpus en los casos de delitos políticos y se abrió una época de detenciones arbitrarias y torturas.
En ese clima de terror institucional, el general Médici, sucesor de Costa e Silva, se dejaba ver habitualmente los domingos en el palco del estadio de Maracaná con un transistor apoyado en la oreja. La gente adoraba el fútbol. Aquella estampa alejaba al dictador de la suciedad de las torturas. Como fotografiarse con Pelé después de su gol mil.
Todo tipo de regímenes han visto en el fútbol una herramienta a través de la que conquistar el cariño de pueblos más o menos sometidos, o de críticos extranjeros, como Qatar con su Mundial y Arabia Saudí con la Supercopa de España.
El siguiente objetivo de la dictadura brasileña fue el Mundial de México 1970, que se marcó como misión nacional después del fiasco de Inglaterra 1966. Esa cita también había resultado frustrante para Pelé, a quien Portugal sacó a patadas del campo. El brasileño anunció que no regresaría a la Copa del Mundo: “Tengo la intención de no jugar más en los mundiales, porque nunca tengo suerte”, dijo al regresar.
Pero Médici necesitaba a Pelé, al que envió de manera constante emisarios de todo tipo: “Siempre tenía propuestas para ir a hablar con ellos. Con un gobernador, con un diputado. Siempre con el mensaje de que volviera”, recuerda. El futbolista vivía angustiado: “La Copa del Mundo era importante para el país. Pero en aquel momento yo no quería ser Pelé. No me gustaba. No quería serlo. Y pedía: ‘Dios, ayúdame a que este sea mi último Mundial”.
Las tensiones políticas no alcanzaban solo a Pelé. Cuando Médici ocupó el poder, se encontró como seleccionador a un comunista, João Saldanha, abierto opositor a la dictadura. La llegada del general endureció la represión contra el partido en el que militaba el técnico, y en los últimos días de 1969 el régimen asesinó a Carlos Marighella, un viejo amigo de Saldanha, que enfureció. Cuando voló a México en enero de 1970 para el sorteo del calendario del Mundial, distribuyó a las autoridades internacionales un dossier con 3.000 nombres de presos políticos, y cientos de asesinados y torturados.
No fue el único enfrentamiento con el dictador, que quería que convocara a Dadá Maravilha y contemplaba con desesperación cómo había apartado a Pelé de la selección. Contó que no podía alinearle porque tenía problemas de visión. Pelé sostiene que fue un invento de Saldanha, al que destituyeron en marzo. Lo sustituyó Mario Zagallo, auxiliado por el capitán del Ejército Claudio Coutinho, y así puso Brasil rumbo al Mundial deseado por el dictador, y por el pueblo, pero visto por recelo por los opositores al régimen y buena parte de la prensa. Consideraban que un triunfo en México fortalecería a Médici, que enfiló el torneo con eslóganes ultranacionalistas polarizadores del tipo: “Brasil, ámalo o déjalo”.
Zagallo llevó a Dadá Maravilha a México, aunque no jugó ni un minuto, y la Canarinha ganó su tercer Mundial, que la dictadura explotó convenientemente. Sin embargo, el mismo Pelé que se lo procuró fue también quien no permitió que se lo atribuyera. No fue el Mundial de Médici, sino el Mundial de Pelé: “Ganar la copa del 70 fue el mejor momento de mi vida, pero fue más importante para el país. Si Brasil perdía en el 70, podría haber empeorado todo. Ser campeones dio un respiro al país”.
Pelé dejó otra reflexión sobre su destino angustiado y solitario: “Lo mejor de la victoria no es el trofeo. Es el alivio”.