Un inmigrante llamado Trump: así hizo fortuna el abuelo del expresidente de Estados Unidos.
El origen de la saga. Los Trump, con sus tres hijos: Elizabeth, Fred y John. Vivían en Queens, donde hicieron exitosas inversiones inmobiliarias, que continuaría el hijo varón mayor, Fred, padre de Donald Trump.
Todo empezó con un aprendiz de peluquero. El abuelo de Donald Trump, nacido Friedrich Drumpf, llegó a Manhattan desde Alemania con 16 años. El 19 de octubre de 1885 contempló por primera vez la bahía de Nueva York; la Estatua de la Libertad estaba en construcción.
Hizo una travesía de unos diez días desde la ciudad de Bremen a bordo del barco de pasajeros S.S. Eider. Tenía un billete de tercera clase; viajaba en un espacio abierto en el que los emigrantes se apiñaban, encerrados a la vez, todo el tiempo, en un área sin baños ni duchas.
Tampoco venía el joven alemán de una situación fácil. Los Drumpf tenían algunas tierras en Kallstadt, un pueblo vinícola de Bavaria, pero cuando su padre murió se arruinaron para poder pagar las deudas médicas que su enfisema había ocasionado. Friedrich se formó entonces como barbero, pero en aquel pueblo de poco más de mil habitantes, tampoco eso daba para vivir. Así que un día, hizo el petate y, sin avisar a su madre, se embarcó.
Amasó una pequeña fortuna en Seattle con un restaurante que ofrecía alcohol, comida y «habitaciones para señoritas», un eufemismo de la época para un burdel
Quería reunirse con su hermana Katherina, que había viajado a Nueva York antes que él, y entre ambos enviar dinero a su familia. No fue fácil abrirse camino en aquella ciudad donde desembarcaban inmigrantes a diario.
Buscando mejor fortuna, cinco años después, Friedrich decidió mudarse a Seattle, donde, subido al tren de la fiebre del oro, amasó una pequeña fortuna con un restaurante que ofrecía alcohol, comida y «habitaciones para señoritas», un eufemismo de la época para la prostitución.
Friedrich se convirtió en ciudadano estadounidense en Seattle, cambio su apellido a un más pronunciable y anglófono Frederick Trump, y en 1892 votó por primera vez en unas elecciones presidenciales. Entonces, el trámite de naturalización era sencillo: solo se requería haber vivido siete años en el país y aportar el testimonio de alguien que diera fe de que el aspirante tenía «un buen carácter».
Ya con dinero, Trump viajó por primera vez en 15 años a Kallstadt, donde conoció a Elizabeth Christ, la hija de un vecino, 11 años menor que él. Se casaron en 1902 y se instalaron en Nueva York, pero Elizabeth extrañaba Alemania y en 1904 regresaron con la intención de quedarse. La sorpresa fue que Frederick había perdido la ciudadanía alemana. Las autoridades alemanas consideran que su viaje a Estados Unidos, que no fue notificado, tuvo como objetivo evadir el servicio militar obligatorio. De nada le sirvió suplicar, tuvo que regresar a Nueva York en 1905.
Con el dinero amasado en Seattle, ya instalado definitivamente en Nueva York, Frederick abrió más locales y hoteles hasta formar un pequeño imperio. Comenzó a comprar terrenos y pequeñas propiedades en Queens, una zona de la ciudad que se urbanizaría en los años siguientes y que sería la semilla del futuro imperio inmobiliario de la familia. Pero Frederick no pudo avanzar demasiado. Primero, porque tuvo que ser más discreto en sus negocios durante la I Guerra Mundial; ser alemán lo convertía en sospechoso. Y luego, por su repentino fallecimiento. Murió víctima de la epidemia de gripe de 1918 con 49 años.
Fue entonces su esposa quien se hizo cargo de los negocios, aliada con el mayor de sus hijos, Fred Junior, el padre del ahora candidato a renovar el cargo de presidente de Estados Unidos, Donald Trump.
Fred tenía solo 13 años cuando empezó a llevar con su madre los restaurantes y propiedades de la familia y quien, sorteando la Gran Depresión, levantó el emporio que luego heredó y multiplicó el cuarto de sus cinco hijos. Fue Fred Junior quien introdujo a Donald en el mundo inmobiliario y el que le transmitió el instinto para los negocios resumido en la frase: «Ganar lo es todo, no hay límites».
Fuente: ABC Semanal