No hay epitafios sobre lápidas de mármol, ni velas ni flores. Solo quedan partes de cráneos, fémures, cabellos, brazos y el tronco de lo que, parece, algún día fue un hombre. Huesos y más huesos. Retazos de ataúdes, jirones de sudarios y paños mortuorios. Un cementerio sin cadáveres ni nadie que los llore. Los cuerpos de las víctimas de Armero, un pueblo andino de Colombia sepultado por un volcán hace 36 años, han sido robados por ladrones que los venden a brujos y hechiceros para sus rituales. La lava se llevó su vida y la dejadez de las autoridades se ha robado su muerte.
Armero desapareció por completo, como Pompeya. Solo queda su cementerio. Los caminos estrechos entre las tumbas están cubiertos de matorrales, nidos de abejas, telarañas y serpientes que se deslizan entre los escondrijos. Hay escombros, no de la erupción del volcán, sino de las ceremonias de brujería. Velas, espejos y huesos envueltos en telas con agujas; un ángel con las manos mutiladas se yergue en uno de los sepulcros. El ambiente es denso, irrespirable. José Antonio Rubio es sobreviviente de la tragedia y ha denunciado la profanación del cementerio, pero nadie le ha escuchado. Su mortificación es que ninguna autoridad haya velado por preservar lo que quedó de Armero, lo único que quedó de Armero. Él mismo ha encontrado gente escarbando las tumbas.
Cuando ocurrió la tragedia, tenía 28 años. Muy cerca de donde murió Omayra Sánchez, la niña símbolo fortaleza de Armero, José Antonio tiene un tenderete de artesanías. Viste camisa de manga larga, jean y gorra para guarecerse del sol. Sus expresiones se crispan con facilidad al contar el robo y la profanación. Sin que nadie le pague y por el impulso de honrar a sus muertos, a veces se pertrecha, con pala y guadaña, para limpiar el cementerio y aliviarse de pesadumbres. Es jueves, hay pocos turistas, un cielo sin nubes y el calor de mediodía acecha.
—Un día fui al cementerio y encontré el cuerpo de una dama; tenía interiores y sostén. Lo recogí y lo metí a la bóveda. Volví como a los siete días y ya estaba otra vez afuera, le habían quitado los interiores y el sostén. Esos son rituales que vienen a hacer constantemente —explica, con la cara enrojecida de sudor.
A José Antonio no le da miedo cargar en sus brazos los despojos mortales que encuentra tirados en el suelo para alojarlos en las tumbas estropeadas, pero le espanta siquiera tocar alguno de los hechizos de brujería. El día que lo hizo, relata, se enfermó.
Los robos comenzaron apenas sucedió la tragedia de Armero. El pueblo fantasma ha sido invadido por supersticiones de toda índole. Los ladrones comenzaron a destapar las tumbas en busca de objetos preciados porque era usual que a los muertos los sepultaran con joyas y dientes de oro. También se robaban las lápidas, pero el hurto de cadáveres, para usarlos como maleficio, comenzó después. Las falanges han sido las partes favoritas de los ladrones; en el cementerio ya no queda ninguna.
La erupción del volcán Nevado del Ruiz arrasó con la ciudad tolimense, de más de 35.000 habitantes, la noche del 13 de noviembre de 1985; fundió cerca del diez por ciento de glaciar de la montaña nevada. El desastre había sido advertido suficientemente por científicos vulcanólogos quienes recomendaron con urgencia evacuar la ciudad de Armero, pero el entonces presidente Belisario Betancur y el ministro de Minas, Iván Duque Escobar, encargados de dar la voz de alarma, se negaron a hacerlo con el argumento de que no estaban dispuestos a generar pánico. La consecuencia de esa indecisión causó entre 25.000 y 30.000 muertos. Duque era el padre del actual presidente de Colombia Iván Duque.
La ciudad fue fundada en 1930. El nevado había hecho erupción dos veces antes —en 1595 y en 1845— y existían registros claros de los daños monumentales que causó. De hecho, el valle sobre el que estaba Armero debe la enorme planicie que lo compone a innumerables y periódicas avalanchas del nevado que han ocurrido desde tiempos inmemoriales. Los flujos piroclásticos que despide el volcán cuando está en actividad funden partes del glaciar de la montaña y las masas de lodo formadas por lava y hielo derretido comienzan a rodar. En su caída recogen miles de toneladas de tierra, enormes piedras, escombros y árboles, todo lo cual termina por arrasar lo que encuentra a su paso y se esparce finalmente sobre el valle. Se ha calculado que la avalancha que borró a Armero bajó a una velocidad aproximada de 70 kilómetros por hora y el grueso de la capa de barro era de diez metros.
Armero era un pueblo agrícola muy importante en la región. La tierra es tan fértil que la vegetación volvió a crecer y hoy es frondosa y sigue siendo apta para diversos tipos de cultivos. Aunque en el lugar no vive nadie, han cultivado arroz y llevan a pastorear a las vacas. Cuando la vida comercial de Colombia estaba casi supeditada a las grandes ciudades, Armero era un pueblo próspero: tenía cinco bancos, pista aérea, estadio, estación de ferrocarril, universidad, hospital psiquiátrico y hasta joyerías. Armero ya no existe. No queda nada. Ni siquiera sus cadáveres.
Los árboles forman arcos de sombra en las calles de Armero. Hay grandes mariposas negras, mariposas monarcas, alacranes, avispas, caracoles africanos y moscardones multiplicados por miles. No hay señalizaciones de lo que era el pueblo ni se nota esfuerzo alguno por preservar las ruinas, a pesar de una valla que señala que el lugar fue declarado patrimonio. En una casa sin ventanas ni puertas alguien ha marcado la leyenda Aquí vivía matrimonio el 13 de nov de 1985 (sic). Dentro, hay todo tipo de desechos hospitalarios, jeringas y restos de medicamentos. Un olor pútrido rebosa el lugar. El recorrido es guiado por María Mercedes Segura Ayala, otra sobreviviente de la tragedia cuya vida ha estado marcada por la pérdida de su madre y hermana.
La de María Mercedes Segura fue una de las pocas casas que quedó en pie. La noche de la tragedia, ella tenía 13 años. Dormía con su hermana cuando, de repente, sintieron que alguien golpeó la puerta como si quisiera tumbarla: “Don Álvaro —se refería a su padre—, salga, salga, que el volcán hizo erupción y se está acabando esto”. Sus padres estaban separados y esa tarde, antes de despedirse, su madre le había prestado un reloj metálico que aún conserva. Se pusieron zapatos y salieron al andén, desesperados. Una camioneta iba pasando y se subieron en el plató. La gente se peleaba el puesto a borbollones y, mientras avanzaba a toda marcha, atropelló a la gente en las calles. Se bajaron corriendo y subieron al cerro, antes de que la avalancha los alcanzara. En medio de la barahúnda, los rezos se confundían con los lamentos, los lamentos con los gritos desesperados, y los gritos con el sonido de la avalancha que arrasaba casas, árboles y cuanto encontraba a su paso.
—Mi horror es auditivo —rememora a las afueras de su casa, en Armero—: Como de muchos trenes pasando al mismo tiempo.
Había gente herida. Su padre tomó en brazos a un niño al que le faltaba la coronilla. El niño tiritaba del frío. El padre les insistía a las dos hijas que se quedaran sentadas en el cerro, de espaldas al pueblo. Llovía con ceniza. Lo primero que pudo constatar María Mercedes cuando amaneció fue que el barrio de su madre había desaparecido: su pueblo ya no era su pueblo sino un planchón de lodo. Era el apocalipsis.
Llegaron helicópteros para rescatar los heridos más graves. Hay una imagen que estremece a María Mercedes cada vez que la recuerda: una mujer lesionada, con la ropa hecha jirones y los brazos cruzados en el pecho. No se inmutaba, no se movía. Los socorristas pensaban que tenía heridas en el abdomen, pero cuando la sentaron para descruzarle los brazos a la fuerza y subirla al helicóptero descubrieron lo que apretaba con tanta obstinación: la manita de su bebé que había sido arrebatado por la avalancha.
María Mercedes y sus acompañantes caminaron durante dos días entre el monte. La gente les ofrecía leche recién ordeñada en las fincas. “Pero nosotros no teníamos sed, la sed era del alma”, recuerda acongojada. En la esquina de la plaza de Guayabal, donde las retroexcavadoras remolcaban a los muertos como si fueran terrones de tierra, María Mercedes se inclinó a buscar a su madre y a su hermana, pero no estaban. Creció con la esperanza de encontrarlas. Un día, vio su madre en la televisión. El periodista transmitía en directo desde Armero, en uno de los aniversarios de la tragedia, y su madre estaba detrás. Desde entonces, ha buscado rastros de ella, pero no la ha encontrado.
—Es desesperante buscar a nuestros muertos. Por más esfuerzo, cada vez están más perdidos —dice.
Cuando regresaron a la casa una semana después de la tragedia, ya la habían saqueado: no quedaban ni las puertas. Lo que no había arrastrado la avalancha se lo llevaron los ladrones, y lo único que no se pudieron llevar —las paredes—, treinta y seis años después, lo carcome la maleza.
—Con los años a uno se le van los recuerdos, y una manera de alimentar esos recuerdos era venir acá, pero si ya esto no está, el pueblo que estaba en mi imaginación se va a perder. Ya no hay de dónde agarrarse —se lamenta.
En 1986, un año después de la avalancha, el Papa Juan Pablo II visitó Armero y lo declaró camposanto. A simple vista se notan los pocos esfuerzos por conservarlo, si bien en 2013 el Gobierno promulgó una ley para la restauración y protección de las ruinas por su valor histórico.
A la espera de sorprender a algún maleante, José Antonio merodea el cementerio. Hace poco se encontró a un hombre cavando con un azadón. “Paisano, ¿qué está haciendo ahí?”, le preguntó. “Aquí, buscando un entierro, porque me tienen jodido”, le respondió. José Antonio acompañó al extraño hasta que encontró el trabajo de brujería que le habían hecho. Los chamanes esconden bajo tierra los hechizos buenos o malos que le hacen a las personas.
En el lugar de conmemoración a Omayra Sánchez hay cientos de placas de agradecimiento por los milagros. Los visitantes también dejan otras cosas: forros de móviles, muñecas, pantalones, brasieres, crucifijos, osos de peluches y muñecos diabólicos. José Antonio explica que ese tipo de cosas también se desaparecen.
—Día tras día viene personal a robarse hasta un pedacito de varilla. Aquí todo el mundo viene a desbaratar. Las cosas que deja la gente se las roban en un momentico. En pleno día vienen a hacer brujería —cuenta José Antonio ofuscado.
Un santero y espiritista consultado explica que para hacer ese tipo de rituales ni siquiera se necesita saber quién es el muerto. “La fe es todo. Si usted tiene fe, algo pasará. Con los huesos de los muertos puedes hacer magia negra y magia blanca”, dijo el santero, que pidió el anonimato.
El pueblo Armero Guayabal es ahora la cabecera municipal del extinto Armero. Allí viven 13.000 habitantes, algunos de ellos sobrevivientes. El párroco Iván Darío Gómez está al tanto del saqueo de las tumbas, pero también cree que existe un respeto muy grande por el lugar. “Creo que hay mucha sugestión porque el ambiente es un poco pesado”, dice.
María Mercedes Segura tiene 50 años y todavía busca a su madre. Cada tanto vuelve a Armero desde Bogotá y rememora lo que pasó, con indignación.
—Pensar que nuestros cuerpos son el abono de toda esta vegetación —dice.
A Armero se lo tragó el lodo, y lo poco que quedó se lo comen la maleza y la desidia de los Gobiernos. Ya no hay ni muertos.
Fuente: El País