viernes, 4 de octubre de 2024

 Toda la verdad sobre el crimen del guitarrero que mataron en el Bar España y apareció enterrado en Dolavon. Qué paso la noche en que ejecutaron a Ricardo Peña, quien cortejaba a la mujer del dueño del boliche.

La Voz de Chubut desentierra una historia que permaneció sepultada durante más de dos décadas hasta que un excomisario de Dolavon reveló toda la verdad.

Los protagonistas son el dueño del Bar España de Trelew, Orlando Lavigna, su esposa, Elvira Goyeneche, y un guitarrero que dejó a su muujer y su una hija en la provincia Buenos Aires, y terminó ejecutado en el valle del Chubut.

El hallazgo del cadaver de Peña, del que sobresalía una mano de abajo de la tierra, generó un escándalo en Trelew a finales de octubre de 1960.

El guitarrero, que había andado por Esquel y Comodoro Rivadavia, llevaba cuatro meses enterrado en un campo cerca de Dolavon sin que nadie lo supiera.  O casi nadie…

UN CUERPO ENTERRADO

VIERNES 28 DE OCTUBRE DE 1960. El comisario de Dolavon, Héctor Iralde, estaba en su casa la mañana que llegaron el inspector Mario Jorge Manso de Trelew, los comisarios Parhelio Goicoechea y Juan Gustavo Boyd, el oficial Lorenzo Ismael y un juez letrado.

 

La caravana, que había salido temprano de Trelew por la Ruta 25 rumbo a un campo cercano, se hizo notar cuando entró al pueblo donde parecía que nunca pasaba nada. “Jefe, hay un barullo bárbaro y requieren su presencia”, le dijo un oficial.

Iralde apagó la hornalla (miró la hora: 8.05), dejó el mate y salió disparado para la comisaría que quedaba al lado de la casa. “¿Tiene un muerto en su jurisdicción y no sabe nada?”, ironizó Manso que se bajaba del jeep Willis.

Los funcionarios de Trelew venían escoltados por el jefe de la Policía del Chubut, Marcos Suhurt, y Parhelio Goicoechea, oficial encargado de las investigaciones en Rawson.  “Hay un tipo enterrado pero no te hagás problema, pibe”, le dijo el hombre a Iralde de 27 años.

Esa mañana, no sabían que 25 años después, una tarde mateando en Rawson o en la playa, ya retirados, Goicoechea la confiaría el secreto que encierra esta historia que La Voz del Chubut revelará en entregas producto de una investigación propia.

El hombre clave de esta historia –que se fue a la tumba con el secreto mejor guardado- es Lorenzo Ismael, de mirada fría, labios finos y nariz recta, el único que sabía el lugar exacto donde estaba el cuerpo.

Lorenzo Ismael

El “Gordo” –así lo llamaban- se la pasaba en los bares hablando con malandras, cafishios y mujeres de la noche. Conseguía información de primera mano que luego usaba como policía.

Después de varios meses de trabajo, había desenterrado una verdad que muchos en el fondo querían ocultar. Ismael tenía códigos: protegía a sus informantes. El secreto con él quedaría bien sepultado. Y así fue hasta que uno de los otros dos habló.

Esa mañana, por los campos de Dolavon, los hombres recorrieron cinco kilómetros por un camino vecinal y se detuvieron en un alambrado. Ismael, que lideraba la tropa, caminó entre las matas y dibujó un círculo en la tierra que había sido removida.

Lo que primero vieron -cuentan los que estuvieron aunque algunos lo niegan- fue una mano que salía de la tierra. Allí había enterrado un torso de un hombre de 1.85 de estatura con un orificio de bala en el cráneo.

La flecha señala el lugar donde se encontró el cadáver, a ocho kilómetros al oeste de Dolavon. Personal policial, el jefe del a repartición, Marcos Suhurt, el comisario inspector Manso y testigos circunstanciales .

 

“El brazo izquierdo (estaba) debajo de la cabeza y el derecho doblado sobre el rostro. El estado del cuerpo evidenciaba que su muerte databa de unos cuatro meses a la fecha”, dice la crónica de Jornada.

El cuerpo desenterrado, dice el cronista en el lugar de los hechos, “tenía signos de haber sido devorado por animales de campo”.  A primera vista parecía que lo habían ejecutado con una Pistola 45.

“El proyectil habría sido deserrajado a boca de jarro desde atrás, abajo hacia arriba y habría provocado orificio de salida de la caja craneana en la región parietal izquierda”, dice Jornada.

“Sin embargo, se encontró el proyectil alojado entre la tabla externa y el cuero cabelludo y su examen permitió establecer que correspondía a un proyectil calibre 11,25 mm. (pistola 45)”, completa el matutino del valle.

Los policías cargaron el cuerpo en la camioneta entre varios y lo llevaron a la comisaría.

La tarea de identificación del cadáver de Peña fue ardua. La primera parte del trabajo, de orden forense estuvo a cargo del médico policial, Dr. Julio Draghi, a quien vemos actuando en la comisaria de Dolavon

“¿Qué hago con el muerto?”, preguntó Iralde. “Metételo en el culo…”¡Enterralo, o te lo querés quedar vos?”, le contestó Manso.

Iralde se quedó mirándolo sin decir nada.

“Metelo en un pozo así nomás”, repitió el comisario.

Iralde no podía cargar con la culpa de deshacerse del muerto “así nomás”.  Llamó a un carpintero amigo que le hizo un féretro con madera de álamo y lo sepultaron.

El comisario se sintió en paz la mañana en que la familia del guitarrero llegó a Dolavon para llevarse el cajón. Después de todo, pensaría dos décadas después, había hecho bien en darle una sepultura modesta pero digna.

EL ESCÁNDALO

El hallazgo macabro del cadáver carcomido destapó un escándalo que manchó la reputación de dos familias de Trelew y Comodoro Rivadavia y salpicó el honor de la Policía del Chubut.

Al día siguiente, todos nerviosos, detuvieron al dueño del bar España de Trelew, Orlando Lavigna, y a su ayudante, Conrado Torné, de 17 años, hijo de una querida familia de docentes que no podían creerlo.

El principal sospechoso, Enrique “Melody” Barrenechea, un oficial de policía, fue trasladado de Esquel a Trelew el sábado 4 de noviembre.

“Melody” Barrenechea –ese era su apodo- era el hijo de un respetado jefe policial de Comodoro Rivadavia, que se había incorporado a la Policía del Chubut.

En el gobierno de Jorge Galina esto no cayó nada bien. La provincia recién empezaba a consolidarse y la Policía estaba dando sus primeros pasos.

La fuerza había sufrido una sangría importante desde que había dejado de pertenecer al Territorio Nacional.

Barrenechea padre, la mañana siguiente, viajó desde la cordillera a Trelew para ver a su hijo “Melody” detenido.

Cuando se lo cruzó en los tribunales, Iralde abrazó al hombre que cargaba con la vergüenza de tener un hijo implicado en un crimen a sueldo.

LA VIDA DEL MUERTO

Ricardo Pedro Peña, era joven, alto y buen mozo.

El muerto era Ricardo Pedro Peña, 29 años, de Guaminí, un pueblito de la provincia de Buenos Aires, casado con una mujer de la que nadie recuerda su nombre con quien tenía una hija pequeña.

“Hombre de vida trashumante, andariego, no paraba mucho tiempo en ningún lado y sus amistades eran circunstanciales”, describen al guitarrero cantor las personas que lo conocieron.

La vida de Ricardo Pedro Peña, buen mozo, siempre con la guitarra al hombro, era un misterio. Allí quizá radicaba el secreto de su éxito con las mujeres que más tarde terminaría llevándolo a la ruina.

El cantor había llegado a Trelew entre el verano y el otoño del ‘60 después de andar por Esquel y Comodoro Rivadavia.  “De él ha quedado nada más que la valija con efectos personales, algunas fotografías, cartas”, dicen en los diarios.

Las crónicas alumbran, como un rasgo que contrasta con su visión despojada de la vida, que intercambiaba correspondencia con familiares que tenía en la provincia de Buenos Aires.

Lo poco que se sabía de Peña, era que había sido mozo de un hotel en Bariloche –apareció el saco entre sus cosas-, y luego fue a probar suerte más al sur hasta recalar en Esquel.

“Mudo testigo de una vida bohemia y viajera”, describen algunos a este gaucho de las pampas.

Cuando llegó a Trelew el joven pintón entró al Hotel España, que quedaba en 25 de Mayo entre Pellegrini y el pasaje San Luis, y una dama que estaba en el bar volteó los ojos sin disimulo.

Peña era consciente de su atractivo y se aprovechaba de eso –después de todo: se veía a sí mismo como un bohemio-, pero de lo que no se daba cuenta era que del otro lado del mostrador estaba Lavigna, el dueño.

Lavigna, un hombre de la noche, le había encomendado a los empleados que vigilaran cada uno de sus movimientos, en especial cuando Peña –con esa sonrisa – se acercaba a  Elvira Goyeneche, su esposa más joven que él.

 

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