Ese votante emocional apuesta más que a un programa racional (que luego los gobiernos pueden cumplir o no, pero es un camino) a un candidato con el que se identifique.
En estos días subieron a Netflix uno de los últimos films de Steven Spielberg: The Post. Narra sucesos de 1971: el diario The Washington Post (el más influyente entre la clase política norteamericana desde hacía varias décadas) tiene acceso a papeles secretos del Pentágono que muestran que se están haciendo cosas muy turbias en torno a la guerra de Vietnam. La dueña y directora del gran periódico es Katherine Graham, quien es amiga de los grandes políticos de entonces, sobre todo del Secretario de Guerra de Nixon, Robert McNamara.
Todo el film es una constante lucha entre el deber del periodista de dar a conocer una noticia de suma importancia con una información esencial, que es muy perjudicial para el gobierno, y la relación que ese medio mantiene con todo el sistema político. El film narra magistralmente la tensión psicológica y ética que significó dar ese paso esencial: publicar una noticia de altísimo impacto político y a partir de entonces enemistarse para siempre con un gobierno, como el de Nixon, que veía a los periodistas como enemigos.
Spielberg filma The Post en 2017, al comienzo del gobierno de Donald Trump, que también había fichado a los medios como sus enemigos.
Rescata el papel crucial que jugó The Washington Post entre 1971 y 1972 cuando dio a conocer los papeles del Pentágono (antes de su investigación sobre el caso Watergate, que en 1974 ocasionó la renuncia del presidente de los Estados Unidos). Es el Spielberg militante por la verdad, la razón, la democracia y la mejora social, que también aparece en varios otros films: desde Amistad a Minority Report, y sobre todo en ese clásico del pensamiento político que es su Lincoln.
El film The Post, estrenado a fines de 2017 en pocas salas y relanzado en todo el mundo en 2018 -en el momento de mayor poder de Trump- muestra claramente lo terrible que es para la democracia perder las voces críticas. El daño profundo que sufre una sociedad cuando los que no están de acuerdo con el poder, los que tienen información que desmiente el discurso presidencial o los que solo tienen opiniones diferentes han desaparecido del horizonte, como pasa hoy con buena parte de lo que hasta hace apenas 10 años se llamaba periodismo, que ahora quedó reducido (en gran parte) a una mezcla de entretenimiento guarango, una mera guerra de datos sin contexto, que solo difunde fake news, tal como nos acostumbraron los programas “políticos” de la TV y la vida de las redes sociales.
No es casual que en nuestra época resulte casi impensable que un medio de primer nivel y de enorme audiencia dé a conocer una “primicia” antigubernamental como la que cuenta el film The Post -o el caso aún mucho más contundente de la investigación periodística sobre Watergate-. Hace ya muchos años que desde esta columna hemos analizado el cambio radical que está viviendo la democracia en las decenas de países en las que funciona.
Pasamos de una era en la que los votantes se guiaban preferentemente por la racionalidad (y especialmente por la racionalidad económica: si me fue bien con este gobierno lo reelijo, si no me fue bien apuesto al que me promete que va a mejorar mi situación) a un votante emocional, con una emocionalidad cada vez más exacerbada a partir de la pandemia.
Ese votante emocional apuesta más que a un programa racional (que luego los gobierno pueden cumplir o no, pero que señalan un camino cierto) a un candidato con el que se identifique.
Trump en 2015 y Bolsonaro poco después fueron los primeros ejemplos triunfantes de candidatos que ganaron millones de seguidores a través no de programas de gobierno, sino porque se mostraron tan enojados con los políticos tradicionales como estaban sus votantes. Los votaron porque los vieron parecidos a ellos. El mismo fenómeno ocurrió luego muchas veces: en Italia con Giorgia Meloni (actual primera ministra) o en España con el crecimiento de Vox.
Hay analistas que dicen que casi todos los candidatos que logran esta identificación no racional, sino emocional, con sus votantes son de extrema derecha, como sucede con Milei ahora en nuestro país.
La izquierda o los sectores centristas (y hasta la derecha tradicional y moderada) quedaron anticuados: hablando a la razón, proponiendo medidas racionales en las que ya muy pocos creen.
¿De dónde y cómo aparecerá en la Argentina un candidato que sea capaz de lograr consenso en su oposición a Milei sin repetir sus delirios y violencias cotidianas? ¿Será posible enamorar al electorado con un programa de desarrollo y crecimiento, aunque no se tengan las dotes actorales para lograr la identificación con el dolor y la bronca del votante promedio? ¿Es posible pensar que tendremos alguna alternativa?
Por Daniel Molina para Diario Río Negro