Tras andar al trote por una hora y media bajamos una ladera empinada y llegamos a una planicie extensa con buena pastura, atravesada por los arroyos Ñorquinco y Cushamen, que corren hacia el río Chubut por el sureste. Este valle enverdecido está a unos 850 metros sobre el nivel del mar. Dentro del cañadón, por lo general bien ancho, el cacique mapuche Nahuelquir vive justo en aquel lugar, donde los altos bordes laterales se acercan dentro del valle, para luego apartarse nuevamente con kilómetros de distancia entre sí para dar lugar al despliegue de la amplia planicie.
Junto con el comisario de la policía y el juez de paz venimos a visitarlo a él con su tribu. Ahí está él, de pie, vestido de traje oscuro y con un sobrero de fieltro, botines de cuero hasta las rodillas, con espuelas y cadenas de plata. Los demás integrantes de la tribu, que en su mayoría se nos habían acercado a lomo de caballo, visten sacos sencillos, chiripa y botas de potro, el lazo colgado de la montura, las boleadoras (que tienen una excelente puntería) en la cadera, el largo facón en el cinturón y el rebenque, que nunca puede faltar, en la mano. Son individuos bastante salvajes y algo descuidados, sus miradas relampagueantes, el cabello largo y negro como el azabache, que cae como mechones desordenados sobre sus frentes y nucas.
Njankuchi Nahuelquir está casado con una mujer tehuelche que se llama Tanahuén (sic), también conocida con su nombre cristiano Manuela. Ella es una mujer bondadosa y a la vez inteligente y enérgica, y su vida al lado de su marido a veces no es del todo fácil. Ya que aquel, si bien generalmente suele ser muy bueno y amable, se convierte en una bestia tras haber pasado un buen rato con una botella de ron. Yo lo llegué a conocer como un hombre apacible y comprensivo, inteligente y con un buen sentido común. Solo de vez en cuando se pronunciaba con amargura, adolorido por la pérdida de la vida de tiempos pasados.
“¡Ya todo se ha terminado!” exclama con un profundo suspiro, mirando al suelo con una mirada sombría, pisotea con su pie haciendo que las espuelas sonaran. Luego mira pensativo por la puerta abierta hacia afuera, donde su hijo guapo de 16 años justo está ensillando un caballo.
“¡Si pues, todo esto ya se ha terminado!” repite en voz baja, una vez más.
El aire está bochornoso, todo indica que pronto va haber una tormenta eléctrica. Súbitamente se levanta, hincha su tórax y le da órdenes a su mujer, para que traiga algo para beber.
Casi todos los mapuches de Cushamen confiesan la fe cristiana, sin embargo solo de fachada. Ellos mismos se dicen que son cristianos y sin lugar a duda han sido bautizados, al igual que sus hijos, aunque posiblemente de manera abúlica. Los antiguos ritos religiosos heredados de sus antepasados sin embargo le significan mucho más que la palabra del dios cristiano, cuya enseñanza a través de sus empeñosos séquitos ha sido causa de la perdición de un pueblo tras otro.
Caras pálidas, cuadrillas de ladrones, juramentos solemnes de curas jurando para estar al acecho de los indios en el altar del dios cristiano. No ha de extrañar entonces, y explica perfectamente porque los indígenas enfrentan a ese sistema hoy en día con tanta desconfianza y odio tras haber sufrido todas esas amargas experiencias. Por lo que los indígenas aquí aún siguen celebrando la llamada fiesta de Camarúco (sic), en honor de sus antiguos dioses, del “gran Espíritu bueno” respectivamente de la conciliación del “Espíritu maligno” Gualichu (sic), a quién en esa ocasión se le entrega una ofrenda. Cada tres años se celebra esa ceremonia a gran escala, aparte de las dos veces en el transcurso de un año, siempre con luna llena.
La ofrenda suele ser un caballo blanco, generalmente una yegua joven, que ha sido atrapada y luego tumbada al suelo por cuatro muchachos sin lazos, solo con las manos. Con diversos rituales, fórmulas mágicas y otros ritos por el estilo, de repente aparece el hechicero, el chamán. Con un cuchillo extremadamente filoso le propina a la víctima una puñalada en el pecho, introduce su mano derecha en el corte de la herida y con una hábil maniobra extrae el corazón. Luego levanta en alto a este corazón palpitante, humeante, aun palpando y se le muestra a la muchedumbre, expectante en un ambiente de tensión y silencio estupefacto; ahora estallan los gritos de júbilo y alegría. Bajo fórmulas muy específicas a continuación se envuelve el corazón en rafia, hojas y pieles, se amarra muy bien con tiras de cuero; finalmente se lleva a ser sepultado, acompañado del canto y griterío de la muchedumbre, a un lugar muy apartado, normalmente en la cumbre de un cerro o una colina. Tras ese rito sagrado de la ceremonia sigue la celebración con cantos y bailes, junto con comilona y bacanal.
Fragmentos del libro “Chubut, a caballo por la cordillera y pampa de la Patagonia central”, de Wilhelm Vallentin*.
* El autor nació en Prusia en 1862, estudió en Berlín Ciencias del Estado, carrera enfocada en ciencias políticas, económicas, derecho, administración y sociología. Se doctoró en 1892.