Es una máquina simplísima, pero muy fuerte, su diseño que no todos conocen bien es tal, que tiene en su estructura un regulador automático que hace que marche casi siempre a las mismas vueltas aunque el viento sea por momentos lento y por momentos de ráfagas muy veloces. Esto se produce debido a que su rueda de aspas, colocadas inclinadas para que el paso del viento las haga girar, tiene su eje colocado no al centro mismo del eje de la veleta, sino que está desplazado con relación a la misma. Como la veleta lo guía de frente al viento, cuando el mismo eleva su fuerza, ladea la rueda al vencer al resorte y como es lógico, la rueda ladeada agarra menos viento y por lo tanto no toma más revoluciones, tan pronto como el viento afloja su velocidad el resorte coloca a la rueda bien de frente al viento y ésta agarra más aire con lo cual mantiene casi pareja la rotación.
El resto de la máquina es simple, vale decir, piñones pequeños sobre el eje de la rueda que engranan con otros dos o tres veces más grandes para reducir la velocidad, de aquí un juego de bielas hace al movimiento rotativo en rectilíneo y alternativo, de aquí a través de varillas a una bomba a pistón, cañerías y nada más.
Por los molinos está poblada la Patagonia, pues son ellos los que abastecen de agua a las estancias y a la ganadería toda, son fuertes, seguros y confiables. Conozco uno que lo colocó el padre en 1926, lo reparó por primera vez el hijo en el año 1950 y por segunda vez el nieto en 1975, como es natural necesitará una nueva reparación allá por el año 2.000, le tocará a algún bisnieto de la misma familia de mecánicos. Este que menciono saca agua de una profundidad de noventa metros, aunque los hay que sacan de mucha mayor profundidad.
El viajero que cruza nuestras rutas patagónicas y distingue a lo lejos un molino, casi seguro ignora que, gracias a esa simple máquina, está poblada y se puede vivir en esta Patagonia y donde jamás pasará de moda el molino, pues viento para hacerlo que funcione gratis siempre va a existir.
Fragmentos de “El Madryn olvidado”, de Juan Meisen