viernes, 4 de octubre de 2024
Isiderio Borda

Era una persona picara, mañera, de las que siempre están atentas a sacar provecho de los demás, ya sea por las buenas o por las malas. Pero alguna vez ese empeño por discurrir por el filo gris de la vida le valió un merecido traspié. Como ocurrió cierta vez en la que ingresó al rancho de un puestero vecino y le sustrajo un grueso atado de pieles de zorro, avestruz y guanaco. El puestero lo vio a la distancia cuando se alejaba llevando el atado de cueros y pieles. Más tarde, al revisar sus pertenencias, el damnificado se encontró con la ingrata sorpresa del faltante de meses de trabajo. Como conocía la fama de ladino que pesaba sobre el propietario de Los Monos, prefirió esperar que se le pasara el enojo para realizarle el pertinente reclamo. Al día siguiente se encontraron en un descampado y el perjudicado le reclamó las pieles, a lo que Borda le respondió con una frase común en él:

“No te preocupes, son cosas de la vida”.

El viejo permaneció imperturbable, sin darle importancia, como si las pieles que le reclamaba nunca hubiesen existido. Ante la persistente negativa de Borda, la discusión fue subiendo de tono y los ánimos se encresparon. Como el panorama se presentaba desfavorable, y que, probablemente, de un momento a otro el acero del facón que asomaba de la cintura del peón se convertiría en protagonista, el acusado optó culminar la discusión de un modo fiel a su personalidad: tomó un palo y le asestó un furioso golpe en la cabeza. El puestero cayó ensangrentado al suelo y allí quedó tendido, inmóvil, librado al rigor de la noche invernal que se avecinaba. Ajeno a cualquier planteamiento de conciencia, abandonó al caído en desgracia, que rodó mansamente hasta hundirse entre los yuyos que se desdibujaban en la opaca luz de la media tarde.

Al caer el sol, ya de regreso en su casa, mientras churrasqueaba, Borda le comentó el Incidente a su esposa:

“Mirá, discutí con el puestero y lo maté. Pero no te preocupes, son cosas de la vida. Mañana vamos y le damos cristiana sepultura. Vos vas a tener que ayudarme, es un hombre pesado”.

A la mañana siguiente Borda y su mujer tomaron mate mientras esperaron que el sol derritiera la escarcha nocturna. Luego cargaron una pala y partieron para borrar las huellas del crimen. Pero en el lugar de la pelea, en vez del cadáver, encontraron una huella de sangre que nacía en un charco y se prolongaba alejándose en dirección a la comisaría de Los Monos. Cuando Borda regresó a su vivienda, lo estaba esperando un agente de policía para que lo acompañara a la comisaría, ya que el comisario reclamaba su presencia. Una vez en el destacamento, lo recibió el comisario. A su lado, sobre un catre, estaba tendido el puestero durmiendo con la cabeza vendada:

-“Mire, acá llegó este hombre medio moribundo y dijo que usted le pegó con un palo”.

-“Caramba, es que discutimos por unos cueros y como se puso violento tuve que pegarle, usted vio, son cosas de la vida”.

Borda fue detenido y remitido a Río Gallegos para su procesamiento, donde finalmente permaneció siete meses encarcelado.

Pese a ello, el tiempo de reclusión no le sirvió de escarmiento, ya que poco tiempo después de regresar se dirigió con su camioncito hacia la estancia La Argentina, situada camino a la localidad de Las Heras, en el territorio de Santa Cruz. Una vez que estuvo cerca, lo ocultó estacionándolo entre unas matas y continuó a pie para sustraer una bolsa de harina y un recado, entre otros objetos. Pese a la precaución que tomó, volvieron a descubrirlo y nuevamente fue preso.

Mientras estuvo detenido, su pobre mujer le llevaba de comer, y cuando estaba a su lado se desgarraba en llanto. A lo que él intentaba consolarla con su remanida frase:

– “No te preocupes, son cosas de la vida”.

No mucho después de estar nuevamente libre vendió un potrero, por lo que tuvo que presentarse en la Dirección de Tierras. Allí lo interrogaron sobre las actividades en las que basaba su sustento, a lo que respondió:

– “Y, agarro animalitos fiscales”.

“Explique cuáles son”.

“Avestruces, guanacos, liebres, avutardas y, por ahí, un corderito”.

-“Pero los corderitos no son fiscales”.

– “Si señor, los que tomo están sin señalar”.

Don Borda era un cleptómano incurable.

Cuando le compraron el boliche, lo demolieron de inmediato para alejar los fantasmas de las frecuentes peleas que en él sucedían y así traer un poco de paz a la zona. De Borda sólo perduró el atribulado anecdotario que su condenable proceder alimentó con persistencia durante años.

Fragmento del libro “El viejo Oeste de la Patagonia”, de Alejandro Aguado.

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