La tradición oral que se transmitió por diversos conductos durante más de dos siglos, nos permite reconstruir algunos aspectos de las aventuras del inquieto marino Diego de Alvear en sus viajes por el río y las costas de Uruguay y en sus visitas a Yapeyú. En aquel pueblo, en calidad de huésped del teniente gobernador, tuvo que alojarse más de una vez en su residencia o en las dependencias próximas del Colegio.
Las mujeres guaraníes eran cautivantes, vestían solo el tipoy, prenda tradicional confeccionada con una ligera pieza de algodón, con aberturas para pasar el cuello y los brazos, que algunos funcionarios coloniales consideraban indecente, pues ellas no usaban ropa interior. Andaban “todas descalzas y casi desnudas”, según el teniente gobernador del vecino departamento de Concepción, Gonzalo de Doblas, quien no dejó de admirarse de “lo pequeño y bien formados de sus pies y manos y la buena disposición de sus cuerpos”.
Entre los servidores de la familia San Martín, atendía a los niños una muchacha nativa, Rosa Guarú, que entonces tendría unos diecisiete años. Atraído por la gracia y la belleza de esta joven, Diego que era soltero, se comportó como la generalidad de los hombres de su condición, aún cuando fuera una transgresión a los preceptos legales y religiosos que, como es sabido, los oficiales del rey acataban pero no cumplían. Y la ingenua moza misionera quedó encinta.
Diego de Alvear conoció la región en el momento de la disgregación del sistema jesuítico y seguirá recorriéndola durante dos décadas. Vio los trabajos de los agricultores, albañiles , herreros y artistas indios, observó las obras de los pintores de lienzos, los decoradores de altares y los tallistas en madera, examinó los vestigios de fundiciones y armerías, escuchó a los músicos que tocaban violines, arpas y hasta órganos construidos por ellos mismos, asistió al regocijo de las celebraciones, fiestas y bailes; le chocó la influencia que tenían los curanderos y adivinos, y captó las discordias que iban degradando los logros de épocas anteriores.
En cuanto al carácter de los guaraníes no se formó una opinión favorable. Su mirada distante de europeo creía percibir “las pasiones tan apagadas del alma, la parquedad de espíritu, la tibieza y facilidad de su amor, la frialdad de su ira, su poco rubor, la ninguna emulación por la gloria , y por último su cortedad de luces y materialismo de su entendimiento, que nada comprende y todo lo imita” . Los indios, en efecto, no entendían la lógica de las infinitas hostilidades, pactos y guerras entre españoles y portugueses, ni los abstrusos designios de aquellos reyes que habían auspiciado y luego echado a los jesuitas, ni se entusiasmaban por las expediciones y matanzas que los conquistadores llamaban gloriosas.
Cuando supo que Rosita había parido un varón en Yapeyú, Diego de Alvear se interesó porque el niño tuviera una crianza e instrucción que le permitiera trascender las limitaciones del medio. Ya que él no podía reconocer un hijo ilegítimo sin empañar su reputación, y a un mestizo sin padre le estaba vedado ocupar posiciones en aquella sociedad, le encomendó a Juan de San Martín que lo adoptara, comprometiéndose a hacerse cargo de los gastos de su educación.
Al ver la especial preocupación del teniente gobernador por aquella criatura, a la que hicieron bautizar y vestir como a los otros niños españoles y que además tenía piel más clara que su madre, algunos pensaron que debía ser hijo del propio don Juan.
Rosa Guarú era parte de la casa y no podía menos que respetar las decisiones de sus patrones. Ella también quería que su hijo pudiera educarse y vivir mejor. El niño quedó durante la primera edad en su regazo, lo amamantó y cuidó, y probablemente creyó que la especial protección que le dispensaban los “caraí” no le iba a impedir tenerlo a su lado.
Don Juan de San Martín murió en diciembre de 1796. Había pasado los últimos años apesadumbrado por la indigencia, lamentando su escasa suerte. Como padre sustituto no fue un ejemplo muy estimulante. Este debió ser un momento de pena para José Francisco, que rondaba los 18 años; pero él ya no convivía con la familia.
El clásico estudio médico y psicológico de Oriol Anguerra deduce que fue un niño taciturno, cuyos padecimientos comenzaron en una infancia “sin alegría y sin hogar”, llamando la atención que la muerte de don Juan, lo mismo que el de doña Gregoria “apenas gravitaron en él”. “En todo su largo epistolario, no hay una sola alusión a sus traumas familiares. Ni en su conducta, un gesto; ni en su palabra, una oración; ni en su vestido un día de luto!”. El autor relaciona este desapego con sus “depatriaciones” de España y de la Argentina, e intuye que debe “haber ocurrido algo muy trágico. Y lo peor es que mientras no se descubra la causa de esta tragedia no podrá comprender al personaje”.
El motivo de su gran desazón era el interrogante por su identidad. En una sociedad como la española de aquel tiempo, obsesionada por las inquisiciones, sobre la “limpieza de sangre”, era imposible que no se mirara al espejo, que no advirtiera el color de piel y la pariencia diferente al resto de la familia. El adolescente debe haber indagado cual era la explicación. ¿Quién era él? Es probable que sus padres adoptivos le manifestaran la verdad, o se la dieran a entender, y supiera que Diego de Alvear enviaba dinero para sus gastos.
Libro “El secreto de Yapeyú” El origen mestizo de San Martín, de Hugo Chumbita