
Eran de construcción extremadamente precaria y de menor superficie que el fuerte. Observando los planos de no localidades fundadas a fines del siglo XVIII y hasta las comandancias de la línea de Alsina, todas ellas partieron de la base de un fortín, bastión o ciudadela, generalmente en forma de un cuadrado cuyos vértices fueron defendidos con baluartes romboidales.
Aunque se levantaron algunos fortines con material cocido y techos de cinc, la mayoría tenía paredes hechas de adobe crudo o de paja embarrada; los techos eran de cañas y paja. Un fortín consistía en una zanja; en el interior, un rancho de barro y paja, y el mangrullo, elevado.
Los fortines de Mendoza, Neuquén y Río Negro tenían la ventaja de poder obtener en las cercanías piedras y maderas para su construcción, lo que era muy difícil desde Mercedes (San Luis) hasta Bahía Blanca. Pero el principal elemento empleado fue el adobe, o la construcción de chorizo (carrizo -vegetal- y barro), y sus techos tenían, en un principio, carrizos prensados, o totoras, que luego, según la estabilidad del fortín, cubrían con barro o maderas, si las había en las inmediaciones.
Para su construcción se utilizaba la mano de obra de los mismos soldados-milicos-, pero en la construcción de la línea de Alsina, se agregaron presidiarios y peones. Sobre la construcción de la fortaleza de Villarino en la Isla grande de Choele Choel, escribió el historiador Entraigas: “Primero hacer el corral, y luego una estacada estaca de palo a pique con foso de agua corriente y puente levadizo (…) El 22 puso seis pedreros en batería. El 26 se termina la estacada: han empleado 1.670 estacas. El 29 acaba el galpón de doce varas por siete (…)”.
Vicente Fidel López dejó una pincelada del lóbrego destino que caracterizaba al ciudadano incorporado al servicio: “La supresión de las levas será, a los ojos de toda persona imparcial, de la más alta trascendencia social. Ese medio de agarrar en las calles o en las campañas a los hombres libres, de arrastrarlos como recuas, amarrados muchas veces, para meterlos de sopetón en un cuartel y transformarlos en soldados de línea, no sólo era brutal y cruel para con los individuos mismos que, por sorpresa, caían víctimas de las patrullas que los asechaban como el cazador acecha y derriba al animal, sino que, además de ser el espanto y la mutilación de la familia pobre, causaba la ruina del trabajo industrial. Aterrados por la leva, y no sabiendo el día ni la hora en que sus perpetradores se echarían a las calles y caminos en busca de hombres, los que por edad y robustez se consideraban predestinados al sacrificio, huían cuando podían, se garantían formando cuadrillas de vagos o ladrones, o se mantenían en un encierro silencioso, bien cuidados por las mujeres de su familia. Ni aún así se libraban: en este o en el otro día, por cualquier descuido, caían en las manos de la patrulla”.
Varias décadas después, denunciaba el coronel Álvaro Barros que a los fortines iban los extranjeros enganchados “absolutamente inútiles en el servicio de la frontera”, los condenados por crímenes y, como éstos solían desertar igual que los enganchados, recurrían a alistar a los supuestos vagos.
El historiador Ramayon, hablando directamente de los fortines neuquinos, comenta -con algunas exageraciones- la situación por la que atravesaban esas tropas, expresando:
“Cada diez minutos y a veces antes había que relevar las imaginarias puestas al exterior, como único medio para poder contrarrestar los terribles efectos de las serias quemaduras, las graves afecciones a la vista u otros males siempre ocasionados por esos fríos que, por ser desconsoladores e insoportables, eran verdaderamente devoradores de hombres; pues los rigores de los 18, 20 o 30 grados bajo cero sólo se resistían pasándose el día y la noche como pegados al fuego y entre el irrespirable humo, completamente negro, que llenaba todo el interior de los ranchos”.