domingo, 14 de septiembre de 2025

Soplaban ráfagas huracanadas cuando el barco tocó tierra. Las aguas habitualmente mansas del golfo San José esa mañana estaban embravecidas. Los treinta y cinco miembros de la tripulación comenzaron con las tareas de desembarco. No había rastros de vida humana en la costa, solo se escuchaba el sonido del viento, el canto de las gaviotas y el golpeteo del mar contra los acantilados.

Corría el año 1823. El capitán de la nave, el comerciante alemán Luis María Vernet, dio órdenes claras. Debían encontrar rápidamente una zona apta donde instalar las tiendas de campaña. Tenía previsto quedarse varios días para faenar la mayor cantidad posible de ganado cimarrón, que luego pensaba comerciar en Carmen de Patagones y otras poblaciones de la provincia de Buenos Aires.

En pocas horas armaron el campamento y se alistaron para salir a buscar a los animales antes de la puesta del sol. Como Vernet sabía que en cualquier momento podían aparecer los tehuelches, ordenó que un grupo permaneciera de guardia junto a las viviendas de campaña, mientras que él salió con el resto a cazar.

Encontraron muy cerca huellas de una manada de guanacos, aunque las ondulaciones que presentaba el terreno les impidieron dar con ella enseguida. Finalmente la alcanzaron y con la ayuda de las armas de fuego lograron matar cinco ejemplares. Los sorprendió la llegada de la noche y debieron regresar.

A la mañana siguiente, bien temprano, Vernet alistó a su gente para una nueva cacería. No llegaron a hacerlo. Uno de sus colaboradores le advirtió que, a la distancia, una nube de polvo se levantaba detrás de las colinas y se encaminaba hacia donde estaban ellos. No había dudas: eran los indígenas.

A los pocos minutos, el polvo dejó paso al sonido de los cascos de los caballos, seguido del alarido típico de los nativos. Eran alrededor de cincuenta, que cabalgaban a paso firme y decidido. El que encabezaba el grupo y parecía ser jefe se adelantó unos metros y se acercó a Vernet, que esperaba alerta. Sin bajarse del caballo, le preguntó en un español rudimentario a qué habían venido a esas tierras que eran propiedad de los tehuelches

“Hemos venido a buscar ganado”, respondió sin eufemismos el alemán. “Tenemos tabaco, yerba, harina y alcohol para ustedes”, agregó Vernet, seguro de que esos obsequios servirían para apaciguar la intranquilidad de los indígenas.

“No. Esperar primero a María”, dijo el tehuelche con gesto adusto, y dio media vuelta para regresar junto a su grupo.

Vernet había escuchado hablar de la existencia de una cacica, pero le costaba creer que una mujer tuviera mando real entre los nativos.

Hubo que aguardar más de treinta minutos para que otra nube de polvo más grande apareciera en el horizonte. Esta vez el grupo era mucho más numeroso. Al frente, montada sobre un hermoso caballo blanco, venía ella, la cacica María, arropada con un poncho de color negro que la diferenciaba del resto de sus compañeros, vestidos con el tradicional quillango de piel de guanaco. Tenía la piel clara y los ojos vivaces. Su cabello era negro, largo y con trenzas. Llevaba una vincha sobre la frente, mientras que en sus orejas portaba aretes con motivos cristianos.

Cuando arribó, se detuvo para conversar unos minutos con el tehuelche que ya había tomado contacto con los blancos. Luego, acompañada de cuatro de sus capitanejos, se acercó a Vernet, que la observaba entre inquieto y absorto

María se bajó del caballo y le indicó con una seña a uno de sus colaboradores, que iba a oficiar de traductor, para que empezara a hablar.

-¿Quién es usted? -preguntó el lenguaraz.

-Soy el comandante Luis María Vernet.

-¿Y qué han venido a hacer aquí? -volvió a interpelar.

-Tenemos autorización del gobernador Martín Rodríguez para faenar ganado en este lugar -respondió el alemán con un atisbo de suficiencia.

El hombre giró y le transmitió a su jefa lo que había escuchado.

A María, que hasta ese momento había estado calma, se le desfiguró el rostro. Visiblemente ofuscada, comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, levantó los brazos y, sin quitar la vista de Vernet, le dijo a su lenguaraz, con tono elevado, casi a los gritos, en su lengua aonikenk, que sabía quién era Martín Rodríguez, que conocía el interés de los blancos por el ganado, pero que esas tierras eran de los tehuelches y nadie podía cazar allí ni en ningún otro lugar de la Patagonia sin su autorización.

Cuando el lenguaraz tradujo las palabras de María, Vernet y sus hombres se pusieron tensos. Estaban preparados para un enfrentamiento, pero la superioridad numérica de los nativos los hacía dudar. Tenían muy presente el episodio ocurrido trece años atrás muy cerca de allí, cuando un grupo tehuelche destruyó el fuerte que el Virreinato había fundado en 1779 con el objetivo de controlar esos territorios.

“Lo entendemos. Y vamos a respetar su autoridad”, le dijo finalmente Vernet, convencido de que lo mejor era no tomar riesgos. Luego le tendió su mano derecha en señal de que aspiraba lograr un acuerdo.

María asintió, le devolvió el saludo y con una sonrisa agregó: “Ahora, negociemos”.

Vernet y sus hombres no pudieron cazar ganado cimarrón como habían planificado, aunque obtuvieron importantes raciones de carne de guanaco y ñandú, que les proveyeron los tehuelches. A cambio, debieron entregarles una buena cantidad de productos muy valorados por los indígenas, como yerba, azúcar, tabaco, galletas y bebidas alcohólicas.

Para garantizar el cumplimiento de lo pactado, María instaló su campamento a muy poca distancia del de Vernet, que muy pronto decidió marcharse de allí con menos de lo que había ido a buscar.

Fragmento del libro “Mitos, leyendas y verdades de la argentina indígena”, de Andrés Bonatti

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