A las diez de la noche se decreta el estado de sitio en la Capital Federal. En esas horas febriles el gobierno de Yrigoyen es un fantasma. Pero la conspiración carece de toda base militar. El general Uriburu divaga: discute la formación del futuro gabinete revolucionario. Sólo el hundimiento total del radicalismo, la parálisis de sus centros de poder y de sus íntimos reflejos de fensivos permitieron que las alucinaciones del general pudieran convertirse en realidad al día siguiente.
El doctor Juan E. Carulla, conspirador del ala nacionalista, sugiere al general Uriburu el nombre del contraalmirante Hermelo como candidato a ocupar la Jefatura de Policía de la Capital Federal. Este rudo marino, de grandes bigotazos caídos, ardía en deseos de aplastar a la chusma. ¡Me parece bien la “foca”! -dice Uriburu-. Es el hombre capaz de meter en vereda a la canalla y de gobernar paternalmente a la Capital -agrega dulcemente.
En la madrugada del 6 de septiembre, en su refugio de la calle Juncal, recostado en su lecho, Uriburu dialogaba con el teniente coronel Kinkelín.
Recuerdo que sentado en la orilla de la cama dirá luego Kinkelín, fundado en la amistad que nos ligaba, me permití decirle: “Creo, mi general, que usted debe designar para que lo secunden en su gobierno revolucionario a ocho militares, coroneles o tenientes coroneles. Así, cuando usted llame a un acuerdo de gabinete, que tendrá en esas circunstancias la fuerza para dictar la suprema ley de la Nación, escucharía ruidos secos de dieciséis espuelas al cuadrarse ante el jefe, exclamando al unísono: ¡Ordene, mi general!”.
Tal era el inconfundible estilo operístico que distinguirá en todas sus fases al motín del 6 de septiembre.
Añade Kinkelín:
Un hombre de las energías y del valor moral y personal de Uriburu, secundado por ocho soldados, les hubiera vuelto a los ambiciosos impacientes la oración por pasiva, para asegurar el triunfo de los fines de la revolución en su segunda etapa.
Al despedirse de Sarobe en una de sus múltiples entrevistas conspirativas, Uriburu le dijo en una oportunidad: «Es necesario que los oficiales tengan confianza en la sinceridad de mis intenciones. No tengo ninguna ambición. Sólo tengo una aspiración muy elevada: la de la gloria, la de la estatua». ¡Y los nacionalistas de La Fronda no habían hecho sino reírse de la prosa de Yrigoyen!
Al insigne matamoros lo rodeaban personajes reaccionarios dignos de tal jefe. Entre otros, el doctor José María Rosa, fundador de la Defensa Social Argentina, de la Acción Nacionalista y del Nacionalismo Laborista; el doctor Juan P. Ramos, profesor universitario; el poeta Leopoldo Lugones; el doctor Matías Sánchez Sorondo y el doctor Alberto Viñas, fundador de la Legión de Mayo. Vinculados a Justo, figuraban los jefes políticos del antipersonalismo, del Partido Conservador y del Socialismo Independiente, así como los prohombres de la judicatura, el periodismo y la universidad oligárquica. Organizados en grupos de civiles que se dirigen a Campo de Mayo, los conspiradores llegan en auto cuando amanece el 6 de septiembre. Al realizarse una reunión en el Colegio Militar, el jefe del instituto, coronel Reynolds, apoya la revolución. Pero sus oficiales rehúsan participar en el movimiento. Todos los intentos para arrastrar otras unidades del Ejército a la revolución fracasan. Se pone en marcha el Colegio Militar, acompañado de pequeños grupos civiles. Los muy jóvenes cadetes del Colegio son, en realidad, los únicos soldados de la revolución uriburista. Sobrevuelan la ciudad algunos aviones. A las 10.25 de la mañana se pliegan dos escuadrones de Caballería de Campo de Mayo. En el interior, se subleva la base aérea de Paraná y a las 2.15 de la tarde se subleva el Regimiento de Granaderos a Caballo. La Marina, aunque con escasas fuerzas, se pliega al movimiento. En las primeras horas de la tarde llegan a la Casa de Gobierno los generales Uriburu y Justo.
Yrigoyen, agotado y febril, se dirigió a La Plata para organizar la represión al motín de Uriburu. Pero ya había sido traicionado por el vicepresidente Martínez y Elpidio González. Al llegar a la Casa de Gobierno de La Plata, mandó llamar al jefe del regimiento 7 de Infantería de esa ciudad. Pero éste ya se había subordinado a Uriburu y exigió la renuncia de Yrigoyen.
El vicepresidente Martínez rehusó renunciar ante el pedido de Uriburu, pues se le había dicho antes que la revolución se dirigía contra Yrigoyen y que él asumiría la presidencia. Se considera engañado y se niega a dimitir. Es persuadido por varios testigos, entre ellos, el presidente de la Unión Industrial Argentina, Luis Colombo, que es quien redacta personalmente la renuncia de Martínez y la entrega a Uriburu.
Yrigoyen llega al cuartel del 7º de Infantería en La Plata y suscribe su renuncia ante el jefe de la unidad. Todo ha terminado.
La Nación describía con su miel característica la marcha militar hacia Plaza de Mayo:
Los cadetes solían venir sentados en los automóviles particulares y los ciudadanos encaramados en las cureñas del Ejército […] Todos hablaban al paso y cambiaban impresiones y frases de aliento, como viejos amigos, en la comunidad espiritual de la hora. Un hombre anciano, de decorativa barba blanca, palmeaba los torsos varoniles con aprobación paternal, y se recortaba, entre la columna juvenil y la muchedumbre informe, con la augusta majestad del tiempo. Junto al rostro grave del soldado y al uniforme de rústica tela, solía verse despuntar una cara fina de mujer, emergiendo de un cuello de pieles […] De un extremo a otro, la atmósfera de Callao tenía la sonoridad de un clarín y se coloreaba de trecho en trecho, con las flores que caían de los balcones, como un adorno del aire.
La citada crónica tiene su valor, si se deja a un lado el estilo melifluo. Describía a una clase, la de Callao para arriba, la clase de las flores, las pieles y los automóviles particulares. Antes que una crónica, es una diagnosis sociológica, un film de los sentimientos de nuestra seudoaristocracia.
A su vez, La Prensa, con su reseca prosa comercial de aviso clasificado, tan opuesto al floripondio mitrista, condenaba al caudillo:
Nunca antes en la Argentina un gobernante quiso mostrarse y se mostró más prepotente, más omnisciente, ni llegó a dejar mayor constancia de su incapacidad de actuar, respetar y ser respetado. El epílogo que resume toda la acción de un gobierno de prepotencia, está aquí, en este fragor de armas que produce gran dolor y a la vez hace germinar grandes esperanzas en el espíritu y el corazón de este pueblo.
Fragmento del libro “Revolución y contrarevolución en la Argentina”, de Jorge Abelardo Ramos