jueves, 25 de septiembre de 2025

En la jerarquía de méritos de la prensa colonial porteña, Crítica estaba llamada a ejercer el apostolado de la “democracia” y el “antifascismo”. Desde ya, esto incluía su apoyo al presidente fraudulento, el general Justo, cuya persona era intocable. En el campo de la política mundial, Crítica dispensaba su simpatía a las grandes potencias coloniales “democráticas”, con fuertes inversiones en el país: Inglaterra, Francia, Estados Unidos. Cada centímetro del diario estaba en venta perpetua.

Una gran página de Crítica hormigueaba de avisos de manicuras; manicuras polacas, francesas, italianas se ofrecían. Eran especialistas recién llegadas. Ofrecían el éxtasis a precios módicos: dos pesos, tres pesos, cinco pesos. La crisis arrojaba a la calle a las mantenidas de la “gente bien”; trotadoras o pupilas de las casas de lenocinio competían con la remonta París-Buenos Aires. Pero el senador Serrey, legislador fraudulento por Salta aunque moralista, proyectará la Ley de Profilaxis Social. La prostitución se hará clandestina.

Por sólo 20 centavos las jóvenes leían los folletos de educación sexual de Claridad, con su museo de horrores. La sífilis y la blenorragia se expanden triunfalmente. El doctor Fernández Verano, con su Liga de Higiene Social, proyecta películas sobre las enfermedades venéreas. Muchos asistentes se desmayan en la función al comprender su inmediato porvenir. En Mendoza millones de hectolitros de vino desbordaban alegremente las acequias. El trigo se acumulaba en los silos mientras el hambre se extendía por “el granero del mundo”.

De Tucumán, Santiago del Estero o Corrientes bajaban a la capital las jóvenes vestidas de negro, macilentas y tristes, de alpargatas y monedero vacío, a conchabarse en las familias de la alta o baja pequeña burguesía, por 20 o 30 pesos mensuales, “con comida y cama adentro”. El zoológico será su fiesta; los conscriptos de Plaza Italia, el amor furtivo en la inmensa ciudad hostil.

Las drogas circulaban por la calle Corrientes, la angosta, la ruin. En las noches de hastío, un nuevo pistolero que la policía evita, “el Gallego” Julio, pasea con tenebrosos edecanes por la vereda luminosa buscando delatores. Salones con espejo y tiro al blanco, cesantes radicales en el café Marzotto, o burreros irremediables hundidos en una silla del Nacional, con los ojos hipnóticos clavados en la victrolera desdentada, sueñan con la pasión. Cuenteros del tío y usureros dialogan en las mesas de mármol lívido de La Cosechera. En las madrugadas, los desocupados rodean a los canillitas que venden La Prensa. Los avisos de “ofrecidos” son mucho más numerosos que los de “pedidos”. Los desocupados con bicicleta llegan antes que los otros a la oficina o a la fábrica. No hay vacantes, de todos modos. En el conventillo de cinco patios con las macetas de malvones en latas de aceite Ybarra, hierve sin cesar la yerba. Un solo ejemplar del diario arrugado circula por toda la población de la casa. La Singer jadea por el fondo. La pantalonera trabaja por pieza. Nunca leyó a Evaristo Carriego, pero sabe que el confeccionista al por mayor cuenta siempre mal las piezas.

Prosperan los asaltantes solitarios. No falta un hijo que se ha ido a Avellaneda, cansado de “mishiadura”, a juntarse con Ruggierito y su banda. En Avellaneda, la Chicago Argentina, domina don Juan Ruggiero. Retacón y medido, cortés y de mortífera eficiencia, era amigo de don Alberto Barceló. Su reino era el fraude y el pase inglés, la peca y la quiniela, el monte y el trencito; pero no cruzaba el puente del Riachuelo. En la Capital Federal reinaba la ley y los comicios eran limpios. El general Justo tenía un gran respeto por la Capital; nada de padrones volcados, nada de juego. En Avellaneda, Ruggiero y Barceló eran una sola y misma cosa. Por lo demás don Alberto era senador de la Nación; sabía arreglársela con los jueces cuando Ruggierito y sus muchachos arreglaban las cuentas con algún opositor indiscreto. De Avellaneda, en esa época, nadie salía a hundirse en Sierra Chica. Cuando “el Gallego” Julio ametralló a Ruggierito, por cuestiones de principio, la pesadumbre fue general. Los despojos de la ilustre víctima fueron velados en la sede del Partido Democrático Nacional de Avellaneda. La consternación partidaria manifestose en un rico desfile fúnebre; el ataúd marchó cubierto con la bandera argentina. ¡De Adolfo Alsina a Barceló! ¡De Juan Moreira a Juan Ruggiero!

Juan Ruggero junto a Carlos Gardel, septiembre de 1933.

Carlos Gardel perdía a un gran amigo, pues el “jilguero criollo” era el mimado cantor del conservadorismo populista de Avellaneda. Allí estrenó el tango “Viva la patria”, celebrando la caída de Yrigoyen el 6 de septiembre. Fue justamente Barceló quien facilitó los documentos de identidad para que Gardel pudiese viajar a Europa. Muerto Ruggiero, la gratitud póstuma elevó al pistolero una estatua en la localidad de Ranelagh.

Fragmento del libro “Revolución y contrarevolución en la Argentina”, de Jorge Abelardo Ramos

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