
Al estallar el movimiento de Lonardi, Perón se replegó en un profundo silencio. Nombró a Lucero ministro de Ejército, comandante del Comando de Represión. Las radios transmitían comunicados oficiales que aludían a focos rebeldes que las tropas leales reducían uno a uno. Pero también las radios de los golpistas de Bahía Blanca y Córdoba hacían oír su voz. La CGT llamó a la “calma”. El toque de queda redujo toda posibilidad de apoyo popular al gobierno. El análisis retrospectivo de la relación de fuerzas de uno y otro lado indica que la mayoría del Ejército respaldaba el orden constitucional. En los acontecimientos que sucedieron predominó la fatiga psíquica de Perón, por una parte, y la traición de sus generales, por la otra. Podría decirse que el primer factor desencadenó el segundo.
En el exacto momento en que Lonardi se encontraba en una situación militarmente desesperada, todo el país escuchó la difusión por radio de la carta dirigida por Perón a Lucero. Llegada a manos de Lucero, el 19 por la mañana, el Presidente proponía negociar con los rebeldes, y para facilitar tales tratativas, sugería su “renunciamiento”. Pero no hablaba de “renunciar”, sino que para evitar la amenaza de bombardeo a los bienes inestimables de la Nación y sus “pobladores inocentes”, sugería que «el Ejército puede hacerse cargo de la situación, el orden y el gobierno».
La ambigüedad de su texto no derivaba de ninguna maniobra de Perón, según pensaron sus enemigos. Por el contrario, era fruto del profundo desaliento que había hecho presa del Presidente. Consideremos por un momento este punto. Después de diez años de gobierno, la centralización personal del poder ejercía un peso oprimente sobre su espíritu. Sintió que, de algún modo, todo había sido inútil. Y que, en definitiva, no estaba pagando sus errores de autoritarismo o sus caprichos personales, sino que esas bombas se dirigían contra todo lo que la Argentina había construido bajo su dirección. Al mirar a su alrededor, Perón no veía a un gran partido decidido a defender las banderas y a unas Fuerzas Armadas unidas y resueltas a proteger con un escudo de acero a la Nueva Argentina.
Ante sus ojos se exhibía una corte de burócratas que esperaban órdenes en silencio y oficiales desencantados que se pasaban de bando, aun sus protegidos. Perón debió comprender en esas horas amargas que él mismo era el autor de esa petrificación de su aparato político. Aunque en términos militares Perón era incomparablemente más fuerte que sus adversarios, había perdido, en esos días, la convicción de emplear la fuerza para defender su obra. De ahí que, en ningún momento, ni Perón ni Lucero impartieran órdenes a los generales Morello e Iñíguez de desbaratar con sus 20.000 hombres el débil bastión de Lonardi en la Escuela de Artillería. Dicho estado de ánimo fue percibido enseguida por los generales a cargo de los más importantes efectivos. La contradicción entre las amenazas terribles contenidas en el discurso del 31 de agosto y su vacilación para reprimir las débiles fuerzas rebeldes resultó evidente para todo el mundo, pero en primer lugar para el Ejército, que le era leal.
Pero además de los aspectos psicológicos, se abría paso en la conciencia de Perón una evidencia irresistible: había creado una nueva legislación obrera, una nueva política industrial, un gran sistema de empresas del Estado, había iniciado la investigación atómica, facilitado la gravitación política de las grandes masas, había incorporado a las mujeres a la vida pública, había escrito una nueva Constitución. Pero la vieja oligarquía y su sistema de poder, apoyada en grandes sectores de la clase media que no ocultaban su odio al peronismo, se revelaba irreductible. Una década después de sus grandes realizaciones, el Presidente verificaba que el poder oligárquico no había sido tocado en su estructura esencial. Y sintió que todo estaba perdido. Y aunque esto no era cierto en la relación de fuerzas y en el amor de su pueblo, era muy cierto para su alma. Como tantas veces ha ocurrido en la historia (e Yrigoyen es un ejemplo), un estado de espíritu resultó más decisivo que las armas que esperaban una orden.
La confusa proposición de Perón que reflejaba su abatimiento personal, aunque en modo alguno el poder militar con que contaba, desencadenó todos los funestos acontecimientos posteriores. Al sugerir evitar los “bombardeos” y aludir a un “renunciamiento personal”, despojó a todos los mandos leales de la voluntad de luchar. Pero al mismo tiempo, nació en muchos el deseo irrefrenable de salvarse por la traición. Lucero ordenó constituir una junta de seis generales, un almirante y un brigadier. Inmediatamente presentó su análisis de la carta de Perón. Consultado el auditor general Oscar R. Saccheri, este opinó que se trataba de una renuncia. Tal punto de vista fue compartido por algunos generales.
Al conocer esta situación. Perón convocó a Olivos a los generales de la Junta y les informó que no había renunciado, sino que se trataba de un ofrecimiento que ellos podían emplear en el curso de las negociaciones, «si las tratativas de unión de todos los argentinos lo exigía».
Pero los generales, ante el evidente rechazo de Perón a ordenar el empleo de todo el poder de fuego contra los rebeldes, no fueron convencidos por sus últimos argumentos. El derrumbe había comenzado.
A medianoche, se reunieron en el despacho del comandante en jefe todos los generales en actividad, para resolver. Mientras discutían animadamente el camino a tomar, «irrumpe en la reunión el General Francisco Imaz, acompañado por los Tenientes Coroneles Pedro A. Pujol Ricci y Carlos J. Rosas y el Mayor Auditor Fernando Aliaga García, todos pistola en mano. Intiman a viva voz que se dé por aceptada la renuncia del Presidente Perón en un término perentorio».
La Junta resolvió aceptar la renuncia que Perón no había presentado.
Invitó por un telegrama dirigido al almirante Isaac Rojas y al general Juan José Uranga, en el crucero La Argentina, a iniciar negociaciones. Desde Córdoba el impotente general Lonardi divisó una luz en la profunda oscuridad. Se le retempló la voz. Impartió instrucciones en el sentido de desconocer toda autoridad a la Junta Militar y exigir la capitulación lisa y llana del gobierno y las fuerzas que le respondían. La Junta aceptó la imposición de Lonardi. Entregó el Gobierno constitucional y todo el Ejército al aislado jefe de un pequeño núcleo militar. De este modo, saltaba por el aire en pedazos la alianza entre el Ejército y el pueblo, que había dado sustento y sentido a los diez años de régimen peronista.
El 23 de septiembre de 1955 el general Lonardi juraba su cargo ante una gran multitud: la formidable clase media de Buenos Aires y su clase alta, los “doctores, hacendados y escritores” festejaron hasta el delirio “la caída del tirano”.
Perón se había refugiado en la noche del 20 de septiembre en la embajada del Paraguay. Luego se embarcó en una cañonera de la misma bandera que lo trasladó a Asunción. Más tarde se exilió en Panamá, en Caracas, en Santo Domingo y, finalmente, en España. México, de larga tradición en el respeto del derecho de asilo, rechazó su pedido de visa. La misma actitud adoptó el dictador Batista de Cuba, la Nicaragua de Tacho Somoza y otros países. Se inició la larga agonía del exilio. La oligarquía había regresado.
Fragmento del libro “Revolución y contrarevolución en la Argentina”, de Jorge Abelardo Ramos