
A la vista de los sufrimientos a los que se sometía a las desgraciadas víctimas, se despertaba en mí una profunda indignación, y el deseo de proteger a esas pobres mujeres. Incluso hacía que se borrasen mis propios dolores ¡Cuántas veces, animado por esos sentimientos y listo a lanzarme en su auxilio, mi triste realidad se develaba ante mis ojos en toda su amplitud, y paralizaba mi voluntad! ¿Qué habría podido hacer, de cualquier manera? ¿Cuál habría sido la consecuencia de mis actos? La muerte de un indio, quizá, y habría causado en cambio la de tantas víctimas. En nuestro interés común, pues, consideré un deber redoblar mi prudencia.
Pensé igualmente, más de una vez, en huir con algunas de estas desgraciadas cautivas, pero reconociendo la poca certeza de triunfar en esa suerte de proyecto, debí renunciar a ello. Si hubiera sido por mí, me habría arriesgado sin vacilación alguna a afrontar los peligros de semejante empresa, porque me sentía en condiciones de galopar días y noches y de vender cara la vida en caso de persecución. Pero con mujeres, pobres mujeres, que rara vez montaban a caballo, y a quienes la fatiga habría sorprendido en el curso de semejante viaje, tenía casi la certeza de ser alcanzado por los feroces indios y causar la muerte de todos.
Estos pensamientos me forzaron a resignarme a la triste suerte que me abrumaba. Reducido a esta impotencia, hacía una vida triste y cruel, apenado sin cesar por las ideas dolorosas respecto de mi familia querida, que no vería jamás, según iba creyendo cada vez con más seguridad. Casi todas las noches me sentía obsesionado por horribles sueños, en los cuales veía desarrollarse una tras otra, todas las escenas sangrientas de que había sido a veces testigo y otras, víctima.
Tantos sufrimientos físicos y morales acumulados terminaron por agotar mi paciencia; mi coraje se convirtió en un verdadero frenesí y una vez tras otra, a riesgo de hacerme asesinar, emprendí varias tentativas por recuperar la libertad. Pero, desgraciadamente, en cada ocasión ciertos obstáculos imprevistos se opusieron a mis planes; poco faltó también para que pagase con la vida estos ensayos infructuosos, porque en más de una ocasión tuve que entrar en lucha con mis asesinos. Gracias a Dios, en esos momentos solemnes, la sangre fría no me abandonó, y en cada ocasión un subterfugio más o menos plausible, pero bien excusable en mi posición, me permitió escapar a una muerte segura. Una vez pasados esos momentos difíciles, se hacía en mí una gran reacción; me veía presa de males insuperables, que me ponían como loco.
Sin embargo, renovaba esas tentativas, en las cuales fracasaba siempre. Aumentaba la desconfianza de los indios, mi posición se agravaba, y varias veces trataron de darme muerte.
Por fin, completamente descorazonado, y sin saber ya qué hacer, tuve la culpable y terrible idea de cortar de golpe mi eterno suplicio, renunciando a la existencia. Para ese efecto me había apoderado de un cuchillo y de los retratos de mi familia, de que se habían adueñado los indios, pues no quería estar separado de ellos en ese momento solemne; después me deslicé inadvertido, o así lo creí al menos, en una excavación pétrea situada algo lejos, en la Pampa. Había implorado ya la clemencia divina y alzaba el brazo para cumplir mi designio, cuando una mano enemiga tomó de improviso el arma suspendida sobre mi pecho. Era un indio, era mi amo que, pensando con razón que la muerte me parecía más dulce que el género de existencia a que me condenaba, no vio en mi resolución desesperada más que un atentado a sus derechos de propiedad. Después de haberme maltratado y recuperado los retratos, me declaró que ni uno de mis movimientos escaparía en adelante a su vigilancia. Los servicios que yo rendía tenían probablemente algún valor a sus ojos, y no quería, a ningún precio, ser obligado a hacer por sí solo lo que me ordenaba diariamente.
Algún tiempo después, una mujer cautiva, esposa de un alcalde, llena de coraje y resolución, trató de evadirse. En la noche, había franqueado ya un gran espacio, cuando fue alcanzada; como era joven y hermosa no se le dio muerte, pero fue atada de pies y manos, y golpeada después, hasta dejarla sin sentido, con dos correas de cueros, y entregada a la brutalidad de una veintena de indios. Después la pobre, que a partir de ese momento enloqueció, escapaba a veces de la tienda de su amo, después de haber roto todas sus armas y, armada de un trozo de lanza, golpeaba con encarnizamiento y sin distingos a todos los que encontraba al paso. Los indios, que temían mucho esos momentos de furor, finalmente la envenenaron para desembarazarse de ella.
Podría citar muchas cosas parecidas si no temiera alarmar demasiado la sensibilidad del lector, y si no experimentara yo mismo sensaciones realmente penosas ante estos recuerdos.
Entre las jóvenes capturadas por los indios las menos desgraciadas son aquellas a quienes hacen sus mujeres; la mayor parte de las otras son vendidas a las tribus alejadas y terminan en un infierno una vida comenzada a menudo bajo felices auspicios. Los pobres niños se acostumbran a la innoble existencia de los nómadas, y frecuentemente olvidan hasta la lengua materna. A decir verdad son bastante bien tratados por los indios, que por consideración a su extrema juventud les perdonan haber nacido cristianos. Cosa horrible y casi imposible de creer: he visto a algunas mujeres, que llegaron a ser madres en el seno de la esclavitud, que eran más de temer que las mismas indias, y se mostraban de lo más crueles hacia otras cautivas como ellas, cuyos proyectos de fuga denunciaban.
Fragmento del libro “Tres años entre patagones”, de Auguste Guinnard
