martes, 2 de diciembre de 2025

Corrupción hubo y habrá siempre en los temas del poder, ella es consustancial a los mismos, aunque las dosis no son las mismas nunca. En sus orígenes ochentosos, nuestra democracia liderada por Raúl Alfonsín se inició con signos auspiciosos: así como la república democrática nació para convertirse en estructural por primera vez en la Argentina (42 años de continuidad ininterrrumpida así lo demuestran), la corrupción al principio no formó parte sustancial del nuevo sistema político. Puede haber habido actos ilícitos o venales en la política de los 80, pero fueron aislados y escasos.

Recién en los noventa la corrupción vendría a reclamar su protagonismo estelar dentro de la democracia, pero aun así, lo hizo en su estilo tradicional: el de recurrir a ella para el financiamiento de la política en negro (con lo que se financia en blanco, la política no podría hacer ni una campaña electoral municipal) y para el reparto de coimas aprovechando el clima reinante de privatizaciones donde el traspaso de bienes públicos hacia manos privadas permitió a la elite política de ese entonces quedarse con significativos desvíos. Pero, salvo los grandes emprendimientos (“el robo para la corona”), el estilo político de Menem toleró que cada cual dentro de su funcionariado se enriqueciera con la parte del botín que pudiera obtener.
La movilidad social ascendente basada en la carrera política comenzó a ser más importante que la tradicional movilidad social ascendente basada en el trabajo, el mérito y el esfuerzo que durante todo el siglo XX logró construir a la Argentina en el país de clase media más grande de América Latina. Ahora, el reemplazo de una movilidad por otra cambiaba un país por otro: por uno en que sus dirigentes se enriquecían a costa del empobrecimiento de los dirigidos.
Menem era de “dejar hacer, dejar pasar”, o sea, al modo que un capitán de un barco pirata autorizaba el saqueo de otra embarcación o de una aldea, permitiendo que cada uno de sus corsarios se quedara con el botín que obtenía. O sea que la corrupción, durante los noventa, aumentó, pero de modo bastante descentralizada. La política pasó el ser el mejor sitio desde el cual hacer dinero. Si se era político, por pertenecer a la “casta” propiamente dicha, y si se era empresario porque nadie podía prosperar sin aliarse con la política. Capitalismo de Estado lo llamaron. Ni el mérito, ni la competitividad, ni el libre mercado eran sus fundamentos centrales (aunque el menemismo ideológicamente defendiera esos valores y luego el kirchnerismo los vituperara), sino la asociación público-privada a través del manejo espurio del Estado, que condujo a una ineficiencia cada vez mayor en la gestión, disimulada durante el menemismo por la venta de las “joyas de la corona”, vale decir de las empresas públicas y por el boom mundial del valor de los commodities durante la primera etapa del kirchnerismo. Sólo gastando los recursos extraordinarios que suelen recibirse una sola vez, se pudo mantener en pie ese capitalismo improductivo, aunque eso no impidió que la decadencia económica del país deviniera permanente y creciente, gobernara quien gobernara.

 

 

Por Carlos Salvador La Rosa, sociólogo y periodista, para Los Andes

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