jueves, 11 de diciembre de 2025

El gran triunfo del 26 de otubre le permite a Javier Milei contar con la plenitud de los atributos que en gran medida careció estos dos primeros años. Es como que el 10 de diciembre comenzara su presidencia más que continuarla.

Todo el mundo. esté a favor o en contra de Milei, habla de que hoy vivimos una especie de “pax” política, algo completamente inusual en la Argentina. En efecto, nunca en los dos años anteriores el presidente tuvo todo tan despejado como para elegir el camino a seguir, cómo seguirlo y con quién seguirlo. La razón es una sola, pero contundente hasta decir basta: su triunfo electoral del 26 de octubre que, si bien fue muy bueno en los porcentajes, muchísimo más lo fue por la homogeneidad espacial del mismo: vale decir, ganó en todo el país o donde no ganó casi empató o aún sin empatar, acercó posiciones en los lugares más inaccesibles, como Formosa. Lo cuantitativo fue bueno, lo espacial fue excepcional. No es que Milei le haya quitado ninguna provincia a nadie (eran elecciones legislativas) pero el país se convirtió en un desierto de dirigentes con proyección nacional, salvo Javier Milei. Hay “pax mileista” porque hoy el futuro es todo suyo. Le basta con cuidarlo, con regarlo todos los días, mientras que el resto de las fuerzas políticas deben, cuando menos, reconstruirse desde muy, pero muy abajo.

No es que Milei llegó a este estado casi ideal para iniciar la segunda parte de su gestión porque haya hecho una primera excepcional, sino porque logró un triunfo electoral excepcional en relación a la situación política y económica que vivió antes del 26 de octubre. Eso dejó paralizado al resto del país político y hoy ya no es más un primus inter pares, sino en todo caso un primus sine paribus (porque nadie ni siquiera se le aproxima). Pero ojo, esos climas en la Argentina suelen durar, tal cual se decía antes, “como un pelado en la nieve”. Por lo cual debe administrarse con sumo cuidado, con mucho más cuidado del que tuvo casi siempre en sus dos primeros años. Y si lo logra, entonces sí tendrá una presidencia plena, ya no con todos los condicionamientos que tuvo desde fines de 2023 hasta fines de 2025.

El primer gran éxito de Milei fue ganar la presidencia sin tener casi nada junto a él (y a veces, a juzgar por algunas compañías, hasta menos que nada) pero lo hizo con claras ayudas extrapartidarias: primero Sergio Massa lo apoyó para quitarle votos a Macri, y después Mauricio Macri lo apoyó para rematar a Massa. Y luego, ya en el gobierno, aplicó una fórmula interesante: una combinación de lo que hicieron Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner para superar la implosión del 2001/2, de la cual el fin del gobierno de Alberto fue un equivalente. Produjo una devaluación económica, como Duhalde, que utilizó para que el brutal ajuste (o sea, la motosierra sobre la gente, no sobre la casta) le permitiera un superávit fiscal e iniciar una baja sostenida de la inflación, que son indudables méritos suyos. Pero también inició una reconstrucción de la autoridad política (como hizo Néstor Kirchner en sus inicios) que nos liberó del estado de caos y anarquía a que nos condujo el gobierno peronista fernandista anterior. Su “duhalde-nestorismo” aggiornado fue su logro principal. Cambió el rumbo económico y reconstruyó la autoridad política. Sin embargo, al carecer de una estructura política propia -como sí la tenían sus antecesores- su principal objetivo fue el de construirla. Y para eso, junto con la ayuda inestimable de su hermana Karina que quería que su adorado hermanito pudiera tener casa propia y no seguir alquilando o viviendo de prestado vía amigos que le cobraban bastante caro el alquiler, de a poco fue subordinando todos sus logros a esa casi único objetivo. Algo que se vio poco en el primer año porque necesitó apoyos políticos legislativos variados debido precisamente a esa falta de casa propia, pero que se comenzó a notar de manera obsesiva en el segundo año.

En 2025 Milei hizo una división de tareas “fraternal”. El hermano Javier se ocupó de sus obsesiones económicas y la hermana Karina de sus obsesiones políticas, en contra de lo que le aconsejaban la mayoría de sus aliados, tanto internos (Macri y los gobernadores) como externos (el FMI). Esa etapa comenzó justo cuando Donald Trump asumió la presidencia de Estados Unidos y entonces su fan argentino se creyó más omnipotente que nunca y así, con el alocado discurso de Davos, inició su segundo año de gestión.

Javier se convenció que, si la inflación seguía bajando, con eso solo le alcanzaría para ganar las elecciones y para eso no contempló en métodos. Se le metió en la cabeza, primero, que era posible bajar el precio del dólar hasta mucho menos de mil pesos por unidad y luego, cuando no lo logró, decidió vender reservas para que no se escapara el valor de la divisa. El resultado fue que, pese al apoyo del FMI en abril. la corrida cambiaria siguió su curso hasta llegar a poner en duda, poco tiempo antes de las elecciones, hasta la mismísima gobernabilidad.

Karina, por su lado, en su extraño rol de ser la “pata política” de la familia, decidió construir la casita propia rompiendo todo tipo de alianzas, tanto con el macrismo como con los gobernadores y/o legisladores, a fin de construir en tiempo récord un partido nacional libertario compuesto por ignotos y traspasados. El resultado palpable de ese intento (que tuvo resultados electorales exitosos en Capital Federal y estrepitosamente malos en Buenos Aires y Corrientes) fue que a Milei se le clausuraron todas las puertas del Congreso y ya no solo no pudo aprobar ni una ley más, sino que la oposición (la buena y la mala) comenzó a cogobernar imponiendo leyes que el presidente, por su debilidad numérica autoprovocada- ni siquiera podía vetar.

Lo cierto es que de sus dos casi dos años en la presidencia, Milei jamás pasó tantos apuros como en los meses previos a las elecciones, tanto que nadie daba un peso por su continuidad si ese clima horrible en lo económico y en lo político se trasladaba a los resultados electorales.

Hasta que, como le suele pasar siempre a Milei, llegó el salvador, como antes lo fueran o Massa en las PASO, o Macri en el balotaje o los gobernadores en su primer año legislativo, o el FMI con sus dólares de abril. Ahora apareció el mayor apoyo de todos: el de Donald Trump, emperador del mundo, que no sólo lo ayudó con un préstamo, sino que le prometió todo el oro del tesoro de EEUU (que es lo mismo que decir, casi todo el del mundo) y hasta hacerle un plan Marshall propio, si el pueblo lo revalidaba en las urnas. Fue el jefe de campaña más poderoso que jamás haya tenido presidente argentino alguno. Y, por lo visto, también uno de los más efectivos.

Así, contra viento y marea, Milei arrasó electoralmente. Insistimos, no tanto por el porcentaje de votos, sino como éste se distribuyó: no fue una elección legislativa por provincias, sino un plebiscito a Milei que como un tsunami no dejó ninguna estructura política nacional en pie. Con lo cual, más allá de lo cuantitativo, el triunfo de Javier Milei se agrandó “climáticamente” hasta lo infinito. Por eso hoy vivimos la “pax mileista”, dentro de la cual ya casi no se habla de política nacional porque no hay nada qué hablar ni quien hable.

En tales condiciones, a Milei se le abre la oportunidad de asumir desde el 10 de diciembre su presidencia con todas las condiciones de las que careció hace dos años. El caos heredado en lo económico ha quedado bastante atrás, aunque hayan aparecido otros problemas, infinitamente menores a los anteriores. La autoridad política presidencial que Alberto redujo a harapos se ha reconstruido. Y hoy en el Congreso Milei tiene una representación parlamentaria respetabilísima. Junto con un apoyo popular que ya es mucho más suyo que prestado. De la crisis de gobernabilidad previa a las elecciones, se empieza la segunda parte de la presidencia Milei con una gobernabilidad extraordinaria. Tan extraordinaria que, al menos por un tiempo, podrá hacer el libertario con ella lo que se le cante. Y allí reside su oportunidad y también su riesgo. Porque, en el fondo, todo depende de cual interprete Javier Milei haya sido la principal razón de su triunfo. Que es allí donde aparece el jardín de los senderos que se bifurcan.

Todos, absolutamente todos, incluido los kirchneristas, admiten que el apoyo superlativo de Donald Trump fue un factor extraordinario para lograr el triunfo. Pero, con respecto a las causas interiores, existen dos grandes corrientes que divergen profundamente.

Para los no mileistas (tanto los que colaboran o simpatizan con el gobierno, como los más críticos o incluso los furibundamente enemigos) la principal razón interna del triunfo fue el temor de un regreso del kirchnerismo luego del gran triunfo del 7 de setiembre de Kicillof (el riesgo “kuka”). O sea que no se votó tanto a favor de, como en contra de.

Mientras que para el presidente la razón principal en lo político es haber seguido las instrucciones de su hermana Karina de pelearse con todos sus aliados para a cambio lograr tener la casita propia (que ya es más que una casita, aunque todavía no sea una mansión). Y la razón principal en lo económico (en la que aún insiste, aunque esté en disidencia no sólo con todos los que él llama “econochantas”, sino hasta con el FMI de Georgieva y el secretario del tesoro de Trump, Scott Bessent) es que hay que seguir planchando el dólar y que no es necesario aumentar reservas, porque lo único que de verdad importa es la baja de la inflación.

O sea, para los Milei, la crisis de gobernabilidad que se vivió en los meses previos a las elecciones, fue -paradójicamente- la verdadera razón de su éxito, el costo irremediable que había que pagar. Era necesario romper con casi todos los aliados para quedar como el único político en pie. Al fin y al cabo, uno de los principales mandatos que le encargó el pueblo que votó a Milei fue “que se vayan todos” y el presidente lo está cumpliendo a su modo: no está echando a nadie sino incorporando a todos los de la casta que puede a su partido, aunque más que como afiliados, como vencidos. De un modo distinto, la venganza popular la está cumpliendo haciendo que toda la casta se ponga a sus pies.

En fin, es de esas ideas contradictorias acerca de la principal razón del rotundo éxito electoral, como nace el nuevo gobierno de Milei: en la superficie muestra voluntad de alianzas, de consensos, de recuperar la mejor política acuerdista de su primer año, y a la vez le promete al FMI que cumplirá con aumentar reservas. Pero en lo profundo, lo que parece predominar es el karinismo: quedarse con todo contra todos (allí anda Patricia Bullrich carancheando lo más del PRO que puede) porque para ambos hermanos los consensos son meras pérdidas de tiempo solo necesarios para aprobar leyes cuando no se cuenta con la mayoría, pero a la larga demoran todo y además obligan a compartir un poder político que los Milei no quieren compartir con absolutamente nadie. Por otra parte, Javier, aunque no lo pueda decir, está convencido de que sus ideas económicas sui generis son mucho más válidas que hasta las que le recomiendan desde el imperio. Por eso dirá una cosa y hará, en la medida en que lo pueda hacer, otra. Tanto en lo político como en lo económico.

Sintetizando, nadie duda que Trump ayudó mucho a Milei a ganar las elecciones. La diferencia está entre quienes creen que Milei ganó sobre todo para que no volviera el pasado versus el propio Milei quien cree que ganó por sí mismo, por sus ideas económicas y por el accionar político sectario de su hermana.

De cómo armoniza tan diferentes causas sobre la interpretación del triunfo, dependerá el futuro de Milei. Hoy no está claro quién tiene más razón, a la luz de los resultados electorales. Por eso, ante tanta confusión reinante, nunca como ahora Javier Milei tuvo tantas puertas abiertas para entrar por las que quiera. Es como si el 10 de diciembre que viene iniciara, con todos los auspicios, el primer día de su presidencia en la plenitud de sus atributos. O sea, que al menos por ahora, todo, absolutamente todo, depende de él. Ni Trump ni nadie, sólo él será el artífice de su éxito o de su fracaso. Y por añadidura, de nuestro éxito o nuestro fracaso como país.

 

Por Carlos Salvador La Rosa, sociólogo y periodista, para Los Andes

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