A pesar de esa “pobreza salesiana” y de los menguados recursos disponibles, ese primitivo hospital fue el escenario de la primera intervención quirúrgica efectuada en Bariloche. Una mañana el doctor Serigós encontró entre el nutrido y variado grupo de personas que aguardaban para ser atendidas a una robusta mujer indígena con un niño de pocos años traído de Collón Cura viajando a caballo durante dos días bajo la lluvia. El pequeño había sido tratado por una curandera como un caso de “empacho”, pero sin resultado. Después de palpar el abultado vientre, el médico comprobó un fuerte dolor en la parte baja del lado derecho; todo parecía indicar que se trataba de un caso de peritonitis. Miró los instrumentos fuera de circulación que componían el bagaje operatorio del hospital, a los que había agregado alguno más de los suyos. Un fuerte choque de sentimientos éticos, profesionales y humanitarios se produjeron en su interior. ¿Podría con los escasos elementos disponibles hacerlo? ¿Estaba justificada la intervención? ¿Esa madre que no soltaba palabra comprendería que ese “empacho” únicamente podía ser curado con una operación?
Buscó al sacerdote y le dijo resueltamente: “Padre Marchiori, si yo no estuviera aquí este párvulo se moriría indefectiblemente por empacho y el fatalismo del ambiente lo justificaría todo, pero mi breve experiencia médica basta para afirmar que se morirá por peritonitis y aún, tal vez operándolo… ¿Aconseja y autoriza como director espiritual esta conducta en las paupérrimas condiciones quirúrgicas ambientales, sabiendo que así y sólo así podemos salvarlo? -Doctor, ponga su mano en el pecho y trate de concentrarse para oír la voz de la conciencia, después haga solamente lo que ella le dicte, yo le acompañaré en espíritu y en cuerpo… todos le acompañaremos “, fue la respuesta.
Con la última palabra del sacerdote había sido tomada ya la decisión. Había que correrle al tiempo, ganar minutos, segundos si fuera posible. Por consiguiente, todos a la obra: al padre Marchiori le correspondió la tarea de explicar todo a la madre; el cónsul de Chile, don Arturo Ríos, envuelto en una sábana blanca hizo de ayudante de cirujano y la señorita Alicia Gingins -la habitual ayudante de la cigüeña- haría de anestesista. Minutos después el pequeño paciente se encontraba sobre la mesa de operaciones. La anestesista apenas pudo cumplir su cometido porque ella también sufrió los efectos del cloroformo debido a la poca protección de su vetusta máscara; antes de que las cosas se complicaran más, la hoja del bisturí hendió el cuadrante inferior del abdomen mientras una silenciosa plegaria se elevaba a Dios. Una vez que la cavidad abdominal hubo desagotado su purulento contenido pudo ser extraído el apéndice perforado; cerrada la herida, se dejaron varios drenajes.
Se acababa de realizar en Bariloche la primera operación, una desesperada tentativa. El resto del día fue de observación, mientras varias ampollas de suero pasaron a los muslos del pequeño. Al retirarse por la noche el médico trató de infundir ánimo a la madre, que no se había movido en todo el día del lado de su hijo.
A la mañana siguiente, la primera atención fue para el pequeño nativo: su expresión era tranquila y el pulso prometía… a los pies de la cama, inmóvil e inexpresiva, seguía esa mujer… Pero al mediodía, después de haber atendido la consulta general su estado se había desmejorado en forma alarmante: “El vientre estaba distendido, el pulso frecuentísimo, acelerada la respiración y una marcada inestabilidad, lo habían transformado”. El doctor Serigós lo atendió con la mayor solicitud y se retiró pero sin ninguna esperanza ya.
Cuando estaba con un pie en el estribo lo alcanzó don Caranta para in enfermo le prepararon una cazuela a la chilena y mientras el médico atendía el consultorio se la dieron. Volvió inmediatamente al lado del enfermo para dar las indicaciones que el caso requería. A la tarde estaba mejor y para evitar nuevas complicaciones solicitó al comisario que pusiera una guardia permanente junto a la cama.
“Con esa novedad me encontré en la última visita de la noche: un policía en posición de firme a los pies de la cama, próximo a la madre siempre inmóvil e inexpresiva en su silla. A esa hora el pulso y la temperatura se ponían de acuerdo y era promisorio su estado general.
“A los doce días ese monumento a la raza desaparecida, salía del hospital con su hijo en brazos y por primera vez pude encontrarme con su mirada y con un esbozo de sonrisa. Y conocí el timbre de su voz: «Guagua mejor». En tan apretada síntesis esa madre que vivió en muda desesperanza expresaba todo su agradecimiento. A partir de entonces se desparramó por la aldea la noticia que los empachos graves se curaban operándolos”.
Este modesto centro de asistencia social cumplió una imprescindible y humanitaria acción durante casi tres lustros. El 1º de noviembre de 1933 se hizo cargo de él una comisión formada por gente del pueblo y funcionó como Sala de Primeros Auxilios, utilizando el mismo local de los salesianos. Pero ya para esos años la aldea barilochense se iba transformando en un gran centro turístico y el humilde “hospital de los curas”, como seguía llamándolo la gente, resultaba a todas luces insuficiente e inadecuado.
Fragmento del libro “La cruz en el lago”, de Clemente Dumrauf

