domingo, 21 de diciembre de 2025
Doña Rosa, su esposo, hija y yerno

El Negro Sánchez fue su hijo adoptivo y vivió en el “firulo”; conoció palmo a palmo su casa, el movimiento, la gente que iba y sobre todo, al “personal”. Con la gracia que lo caracteriza pero con una seriedad especial cuando habla del tema, y sobre todo de Doña Rosa, a la cual llama “su madre” sin dudar, arranca diciendo que cuando la gente ve desorden expresa una frase equivocada: “esto es un quilombo; nada más lejano de la verdad: no debe haber cosa más ordenada que un quilombo”. Y relata sus recuerdos de la casa que aún se mantiene en pie en Almafuerte y Fontana. “En las piezas, las mujeres vivían, cocinaban y ejercían su oficio. Pero estaba todo reglamentado; mi vieja no les tenía permitido salir a dar vueltas por ahí, salvo dos veces por semana; las visitas de los clientes no pasaban de quince minutos, salvo la ‘dormida’, a partir de las tres o cuatro de la mañana. Ella manejaba el tema de las fichas por bebidas y por cliente en la pieza. Había dos ayudantes, uno de ellos, Bernardino, que murió de viejo y colaboraba en todo lo que fuera limpieza, leña, compra de querosén, arreglos de la casa. Y en el salón, un mozo que trabajaba por el veinte por ciento (…) En el salón siempre había música, pero de disco. Foxtrox, tangos, rancheras y melódicos. Ocasionalmente, algún músico o cantor que se acompañaba con la guitarra, pero era excepcional. Tampoco se bailaba mucho; a veces aparecía una mina algo más descarada y sacaba a bailar a los clientes. Éstos no lo eran sólo por sexo; al firulo se llegaba para tomar copas, charlar con otros y con las mujeres; se pasaban horas conversando y tomando y a veces pasaban a las piezas.’

Los recuerdos, no siempre ordenados, se van sucediendo en cascada. Le pregunto por Doña Rosa. “Era una mujer muy firme, muy recta en el trato con todos, pero muy buena; a mí me dio todo, tal vez demasiado; me crió sin que me faltase nada. Cuando era adolescente me mandaba buscar a una determinada pieza donde seguro me encontraba. De pibe me prohibía pasar una línea de la casa, un pasillo detrás del cual se llegaba a las piezas. Ella vino cerca del ’18 o ’19; supo tener un bar y estaba casada con un tal Rosa, medio fiolo y matón que llegó a ser comisario o subcomisario, pero mató a un tipo de un disparo en un bar, creo de un tal Zurita, y estuvo mucho tiempo preso; allí aprendió a hacer artesanías. Mi vieja puso el firulo después de la llegada del regimiento, allá por el ’39 ó ’40. Era de tez blanca, pelo negro, un lunar en el rostro y ojos color miel; era muy bella y muy tierna. Pero también era dura; a veces les decía a los casados que se fueran a casa, a cuidar a sus mujeres.” Entusiasmado por revivir recuerdos, el Negro me cuenta cómo era el local. “Tenía techo de machimbre pintado, con luces de bombita pendiendo del mismo y con una luz muy pobre; eran tiempos de corriente continua y no alterna, entonces el local estaba siempre medio en penumbras. El firulo tenía una entrada con un espacio para sacarse la nieve y luego una puerta vaivén, sobre la ochava; a la derecha el salón y sobre la izquierda y en las otras dos hileras que daban a dos patios, las piezas. El piso del salón era de mosaicos.” Y con indisimulado entusiasmo me hace un croquis que me aclara mejor el panorama. Envidio por momentos no haber conocido el lugar.

Vuelve a Doña Rosa: “Mi vieja era analfabeta pero a mí nunca me faltó nada, ni siquiera juguetes. Murió muy mayor, después de un ataque de presión que la dejó medio paralítica; yo la cuidaba mucho. Llegó a tener mucha plata y la guardaba allí mismo, porque desconfiaba de los bancos. Esa noche, cuando murió, algunas de las mujeres le afanaron toda la plata. Otras trataron de respetar a la difunta pero no lograron evitar el robo.”

 

Fragmento del libro “Esquel… del telégrafo al pavimento”, de Jorge Oriola

 

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