domingo, 28 de diciembre de 2025

Los primeros inmigrantes llegaron a constituir colonias en Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires. Pronto la Argentina sería un país cosmopolita por excelencia, y esta condición de “crisol de razas” le daría un carácter particular, de apertura y tierra de promisión. Como la historia lo testimonia, los europeos habían sido atraídos por el Río de la Plata desde muy antiguo. Sin embargo, sólo a partir de la segunda década del siglo XIX comienza a verificarse una inmigración, al principio poco numerosa -hasta 1830, unos pocos ingleses, franceses, irlandeses y alemanes se habían instalado en Buenos Aires y sus alrededores, pero que se intensifica con el agregado, principalmente, de gallegos y vascos, habitantes del sur de Francia, del Piamonte o de las islas Canarias. Las guerras producidas en algunos Estados europeos, así como la pobreza que reinaba en muchas de sus regiones, empujaron a estos hombres y mujeres a buscar un nuevo destino en tierras donde todo estaba por hacerse.

La Constitución de 1853 hace suya buena parte de los conceptos sostenidos por Alberdi y Sarmiento respecto de la inmigración. A pesar de las diferencias, Alberdi prefería la inmigración anglosajona, con mano de obra especializada; Sarmiento concebía una sociedad de medianos propietarios, que vivieran de la explotación de sus chacras y se integraran en municipios, recibiendo los beneficios de un amplio sistema educativo, ambos pensaban que sería un importante factor de progreso. Comienza entonces un persistente afluir de inmigrantes, que se establecen en las colonias, primero en Entre Ríos y Santa Fe, luego en Buenos Aires: franceses, suizos, alemanes, italianos. Sin embargo, también hubo un importante sector que se asentó en las ciudades. Hacia 1855, de los casi 100.000 habitantes que tenía Buenos Aires, el 35 por ciento eran extranjeros. No había enemistad hacia ellos, aunque alrededor de 1870 se detectan algunas actitudes hostiles, provocadas sobre todo por ciertos privilegios de los que gozaban: no hacían el servicio militar y los cónsules de sus países los protegían de ciertos atropellos a los que los nativos estaban expuestos.

Gerónimo Cracogna, uno de los primeros habitantes de Colonia Avellaneda, en Santa Fe.

Hacia 1880, los italianos constituían los dos tercios de la población extranjera en las colonias. Primero fueron inmigraciones organizadas por el Estado o por compañías particulares, hasta que se consolidó la idea de que la inmigración debía ser espontánea, y el papel del Estado solamente el de fomentarla y protegerla. La ley 817 concretó los mecanismos: oficinas y consulados instalados en los países extranjeros, pasajes y alojamiento gratuito en el Hotel de Inmigrantes y traslado hasta el destino final. El problema se planteó cuando empezaron a escasear las tierras, ya que las ganadas a los indígenas con la conquista del desierto habían pasado a manos de latifundistas y, a menudo, de especuladores. El destino trazado para la inmigración era el campo, para que el gran patrimonio rural del país fuera explotado a fondo.

En 1887 fracasa el intento del gobierno de legislar la creación de centros agrícolas. Buenos Aires tiene cuatro veces más habitantes que en 1855 -es decir, 400.000-, de los cuales el 53 por ciento son extranjeros. La década del 80 fue el lapso de mayor afluencia de extranjeros: 37.000 en 1884, 67.000 en 1885, 80.000 en 1887, 185.000 en 1889. El gobierno había puesto a disposición de estancieros, industriales y otros productores nada menos que 50.000 pasajes gratuitos. Sin embargo, y como los acontecimientos políticos influían en la radicación del extranjero, en 1890, año de la revolución del Parque, la cifra bajó a 50.000, casi una cuarta parte de lo registrado el año anterior. Entre 1875 y 1914 la Argentina figuró en el segundo y el tercer lugar entre los países que recibían inmigrantes.

Fragmento del libro “La época de Roca”, de Félix Luna

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