
Jesús Ramés Ranier tenía 29 años. Era algo bizco, morocho y estaba un poco pasado en kilos. Se había incorporado al ERP desde las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP) hacía poco más de un año, y si bien no participaba en acciones militares, cubría citas, transportaba armas y realizaba todo tipo de tareas para el área Logística.
En agosto de 1975 le habían encargado el traslado de las armas a Córdoba para el ataque contra el D2. En esa oportunidad, contradijo una orden de uno de los jefes del ERP, Enrique Gorriarán Merlo, y decidió que la camioneta avanzara por la ruta 9, una alternativa desaconsejada por los habituales controles policiales. Su decisión costó un alto precio: la camioneta fue detenida, el conductor, apresado y las armas se perdieron. Ranier, que venía detrás, en otro vehículo, logró escapar, pese a la voz de alto y los disparos.
Después explicó el hecho, presentó detalles, comprobantes sobre dónde había estado, y fue reincorporado a Logística. El ERP lo necesitaba. Estaba preparando su acción militar más importante, que comprometía a más de doscientos cincuenta combatientes divididos en distintos pelotones.
El codiciado botín se estimaba en 900 FAL, 100 fusiles M15, cañones antiaéreos y subametralladoras
El Batallón Domingo Viejobueno, en Monte Chingolo, era el arsenal más grande del país. Estaba ubicado en el sur del Gran Buenos Aires, rodeado de villas de emergencia. Además del golpe propagandístico que suponía el ataque, el ERP calculaba que podría obtener 900 FAL, 100 fusiles M15, cañones antiaéreos, subametralladoras, un botín de 20 toneladas de armamento y municiones para proveer las unidades urbanas y a los combatientes que todavía permanecían en el monte tucumano, con los que intentaría retomar la ofensiva y retardar el golpe de Estado de las Fuerzas Armadas.
La preparación del ataque demandó varios meses. Un conscripto informaba los movimientos internos y un oficial del ERP, que era arquitecto, armó una maqueta en la que se fue definiendo la planificación. Participarían alrededor de doscientos combatientes; de ellos, setenta lo harían de manera directa en la toma del cuartel.
Mientras un pelotón tomaba el Batallón de Arsenales y se retiraba con las armas, las unidades de apoyo debían neutralizar nueve puestos policiales sobre la zona del Riachuelo y el Camino General Belgrano, que conducía a La Plata, para impedir la llegada de fuerzas militares y policiales, y facilitar la fuga.
En los hechos, el asalto implicaba convertir en “zona liberada” los partidos de Quilmes, Avellaneda y Lanús durante al menos doce horas.
Algunas semanas previas cayeron en manos del Ejército cuadros de jerarquía en la zona sur comprometidos con la operación. Varios de ellos fueron detenidos mientras transportaban armas. Pese a las dudas de varios jefes guerrilleros, que temían que alguno de los cuadros apresados revelara la maniobra al enemigo, el plan original, previsto para el 21 de diciembre, continuó sin modificaciones. Santucho confiaba en que “Pedro”, Juan Ledesma, jefe del Estado Mayor del ERP, que había caído, no “hablaría”. Santucho mantenía la convicción de que debía hacerse la operación.
El día 22, uno de los jefes del Estado Mayor del ERP, Benito Urteaga, recibió un aviso del conscripto: en el cuartel se estaban reforzando las guardias por un “alerta roja”. La comandancia del ERP recibió este y otros indicios de que la acción podría estar infiltrada, aunque prefirieron suponer que el “alerta” se debía a un levantamiento de la Fuerza Aérea.
Fragmento del libro “Los 70, una historia violenta”, de Marcelo Larraquy.
