
«En el principio creó los cielos y la tierra…», comenzó recitando William Anders. «Y Dios dividió la luz de la oscuridad…», continuó su compañero James Lovell antes de que el comandante Frank Borman concluyera esa emotiva lectura de los primeros pasajes del Génesis desde el espacio con el último versículo: «Y Dios llamó a la luz día y a la oscuridad, noche». Los tres astronautas del Apolo VIII acababan de lograr una hazaña que nadie había conseguido hasta entonces. Esa Nochebuena de 1968, su nave entró por primera vez en la órbita lunar y mirando a la Luna, desearon al mundo entero, «a todos vosotros, buena suerte, una feliz Navidad y que Dios os bendiga a todos vosotros en la Tierra». Unos meses después, Neil Armstrong culminaría esta fascinante aventura espacial poniendo un pie en la Luna, pero ese «gran salto para la Humanidad» nunca se habría dado si otras misiones no hubieran abierto el camino, como la del Apolo VIII en esas históricas Navidades.
Todo el planeta estuvo pendiente ese 24 de diciembre de la suerte de Borman, Lovell y Anders. Ese martes, la cápsula espacial en la que viajaban debía entrar en el campo de atracción lunar, cortando peligrosamente los lazos con la Tierra. La arriesgada maniobra mantuvo en vilo al mundo aquella Navidad y, en especial, a los estadounidenses, que habían apostado muy fuerte para adelantarse a los soviéticos. «Un desastre allá arriba sería una catástrofe psicológica nacional», escribió José María Massip. Según el corresponsal de ABC en Washington, Borman y sus compañeros se habían convertido «en símbolos, en la ingravidez de su cárcel de metal deslizándose a fenomenales velocidades camino de las estrellas». Si todo iba bien, esa Navidad diferente abriría una nueva era. Eso, al menos, se pensaba cuando llegaron las imágenes de una lejana Tierra tomadas desde el Apolo VIII.
Por primera vez en la historia de la Humanidad, tres hombres escaparon de la gravedad de la Tierra para girar alrededor de la Luna durante veinte horas, siete minutos y treinta y ocho segundos. Logrado su objetivo, Borman, Lovell y Anders se encontraron ante otro formidable desafío: debían desasirse de la órbita lunar para regresar a Tierra. La respuesta de si estaban o no condenados a muerte residía en el motor del Apolo que, por fortuna, no falló cuando Borman pulsó el cuadro de mando. «En doscientos cuatro dramáticos segundos, sacó a los astronautas de la órbita lunar»

A los pocos instantes de haber franqueado la zona intermedia entre la gravedad terrestre y la lunar, los tres héroes del espacio recibieron las calurosas felicitaciones de sus compañeros del centro espacial de Houston (Texas). «Este es el mejor regalo de Navidad que podrían habernos hecho», respondieron los cosmonautas con humor. A cada uno, la Luna les pareció algo diferente. «A mí me sugiere una existencia en un paraje solitario, vasto, olvidado. Una prolongación de la nada. Desde luego, la Luna es un lugar en el que de ninguna manera apetece vivir», comentó el comandante Borman. «La soledad aquí es acongojante», aseguró por su parte Lovell, que regaló una reflexión al mundo: «La Luna nos hace comprobar lo que tenemos en la Tierra: es un gran oasis en el espacio».

Las esposas de los tres astronautas pasaron juntas los momentos críticos del vuelo en la casa de los Borman en Houston y respiraron tranquilas al escuchar sus voces. La noche del 25 de diciembre, los tripulantes del Apolo celebraron la Navidad con una cena ‘especial’ de pavo, dulces de postre y café puro, camino del océano Pacífico, donde la nave amaró dos días después. Esa Navidad una estrella intrusa espió a Dios en el cielo. Y regresó para contarlo.

Fte “ABC”
