miércoles, 22 de enero de 2025

Ante el nuevo fracaso, primero de la Allen Gardiner, al archipiélago fueguino, después de tres años de estudiada preparación, los dirigentes de la Patagonian Missionary Society juzgaron que tan escasos resultados no justificaban lo mucho invertido (construcción y dotación del buque, la instalación de la Misión en la isla Keppel, las miles de libras recolectadas para mantenerla…). Mucho menos satisfacían las esperanzas puestas en el plan evangelizador. También se habían producido diferencias entre el personal, los dedicados a la actividad religiosa y el capitán Parkner Snow. En esta situación volvió a destacarse Jorge Packenham Despard, secretario general de la Sociedad, quien sostuvo que el Superintendente general de la Misión no podía desarrollar su cometido con eficacia estando tan alejado del lugar donde ocurrían los hechos y se ofreció para trasladarse personalmente a Keppel, moción que fue aceptada. El 30 de agosto de 1856 llegó a Puerto Stanley; el 20 de octubre se traslada a Keppel como Superintendente de la Misión. Una de sus primeras medidas fue remover al capitán; instaló el numeroso grupo misionero que había traído consigo, entre ellos su esposa e hijos y un hijo adoptivo, Tomás Bridges, que más adelante será el alma de la misión anglicana en Tierra del Fuego. Inmediatamente se pusieron a arreglar las casas, preparar las quintas y ponerles cercos a fin de dejar todo en condiciones de poder alojar pequeños grupos de indígenas. Despard trató de seguir el plan sugerido por Gardiner y adoptado por la Sociedad.

En febrero de 1857 realizó la primera recorrida por Tierra del Fuego; lo acompañaba Allen Weare Gardiner, hijo del fundador de la misión. Visitaron durante tres meses Puerto Español, islas Picton y Lenox, habitadas por tribus yaganes, logrando que algunos con sus familias los acompañasen a Keppel. El plan de la sociedad misionera era que la estadía fuese todo el tiempo necesario hasta llegar a un trato fluido, continuado y seguro de manera que diera probabilidades de éxito y sobre todo seguridad para la vida de los misioneros que se establecieran en territorio fueguino.

Todos los años, durante el verano, la goleta hacía incursiones en el territorio habitado por las tribus yaganes y poco a poco lograron que algunos con sus familias aceptasen ir a Keppel. En 1859, a mediados de octubre, Despard dispuso realizar la acostumbrada gira por los canales fueguinos. La dirección del grupo fue confiada al catequista Garland Phillips y llevaban tres nativos con sus mujeres e hijos que habían vivido en el establecimiento de Kepell durante los diez meses anteriores. Llegados a la bahía de Wulaia, al oeste de la isla Navarino, el 1º de noviembre, se instalaron en una cabaña levantada en una visita anterior, provistos de abalorios y cuanto pudiera servir para congraciarse con los naturales. Pronto se vieron rodeados de canoas en medio de una algarabía que no se sabía si hospitalaria o amenazadora, entre ellos Jemmy Button, que fue el primero en subir a la goleta, seguido por un tropel para participar en el reparto. Mientras los yaganes preparaban sus atados un marinero denunció la ausencia de numerosos objetos del buque. El capitán ordenó entonces la revisión de todos los líos de los indígenas antes que éstos abandonaran la nave. La medida causó un profundo resentimiento entre los nativos y un gran enojo de Button.

A pesar del incidente los misioneros continuaron sus labores: cortaron maderas para ampliar la cabaña, construir un cercado e iniciar un ensayo de siembra, bajo las constantes molestias de los yaganes. Así las cosas, llegó el domingo 6 de noviembre. Los misioneros se vistieron con sus mejores prendas y con sólo la Biblia bajo el brazo se dirigieron a la rústica cabaña para realizar allí los oficios divinos. Sólo había quedado en la cubierta de la Allen Gardiner, de guardia, el cocinero Alfredo Cole, quien observó que no bien entraron en la cabaña los misioneros un grupo de yaganes corrieron hacia el bote, sacaron los remos y se los llevaron; luego, de un empujón desplazaron la embarcación hacia el agua.

Allí, dentro de la habitación los ocho misioneros se ubicaron en círculo alrededor de Phillips, a quien correspondía dirigir la función. Tras ellos, como siempre, se apretujaron los yaganes. No transcurrió mucho tiempo y se oyó un golpe sordo y cayó de bruces uno de los marineros, aplastado el cráneo por un terrible garrotazo. Ésa fue la señal. Por todas partes cayeron mazazos sobre los sorprendidos y desarmados misioneros. Uno dio el grito: ¡Al bote! No les quedaba otro recurso que huir hacia la playa en procura de la embarcación para ponerse a salvo en la goleta. Hacia esa dirección corrieron, perseguidos por los yaganes que les arrojaban piedras con certera puntería. Uno a uno, los misioneros fueron cayendo; Phillips y Augusto luchaban por llegar al bote que se balanceaba a escasos metros, pero fueron alcanzados por toda clase de proyectiles y también perecieron. En pocos minutos, los ocho misioneros habían sido asesinados. El único que se salvó fue A. Cole, que había quedado de guardia en la Allen Gardiner desde donde había observado todo lo ocurrido y se dirigían hacia la nave. Pensó que le había llegado el turno a él; con gran esfuerzo logró bajar un bote y remando a toda prisa llegó hasta la costa opuesta antes que lo alcanzaran los yaganes.

“Patagonia azul y blanca”, Clemente Dumrauf

 

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