viernes, 21 de noviembre de 2025
Mujeres y niños mapuches (Stock Photo-Alamu)

 

Entre estos seres primitivos los niños no son tan numerosos como podría creerse; porque la existencia de un recién nacido está sometida a la apreciación del padre y la madre, que deciden sobre su vida o su muerte.

Su superstición les hace considerar como divinidades a los niños fenómenos, principalmente los que nacen con mayor número de dedos del que quiere la naturaleza, sea en los pies o en las manos. Según ellos, es éste un presagio de una gran felicidad para la familia. En cuanto a los cabalmente deformes (es raro el caso) o cuya constitución no parece la adecuada para que resistan su género de existencia, se deshacen de ellos rompiéndoles los miembros o ahogándolos, y después los llevan a cierta distancia donde los abandonan sin sepultura a los perros salvajes y a las aves de rapiña. Si el inocente es juzgado digno de vivir, pasa a ser desde ese instante el objeto de todo el cariño de sus padres, que se someten a las mayores privaciones a fin de satisfacer sus menores necesidades o sus mínimas exigencias. Colocan al recién nacido sobre una especie de enrejado o escalera que hace el papel de cuna. La parte superior del cuerpecito descansa sobre travesaños o escalones próximos unos a otros y forrados con un cuero de carnero, en tanto que la parte superior encaja en una especie de cavidad que forman los otros escalones colocados debajo de los montantes. El niño es mantenido en esa posición por correas muy suaves, atadas sobre los cueros que hacen de sábanas.

La longitud de la cuna supera a la del niño en un pie, aproximadamente, por cada lado. En las cuatro puntas se atan otras correas que sirven para suspenderlo horizontalmente durante la noche, por encima del padre y la madre, a quienes otra correa de cuero permite acunar a la criatura, sin incomodarse. Todas las mañanas, estas criaturas quedan en libertad de movimiento durante el tiempo necesario para atender a su aseo; y también, cuando hace sol, la madre los tiende sobre un cuero de carnero para que adquieran la fuerza y el vigor que les comunica el astro bienhechor. Cuando llueve o hace frío quedan abrigados y en el interior de la ruca; son colocados verticalmente, junto a uno de los montantes de la tienda, lo mismo que una escalera apoyada a una pared. La madre se queda frente a ellos, mirándolos sin cesar y dándoles frecuentemente el pecho, o también trocitos de carne sangrienta que los niños chupan.

Las mujeres amamantan a los niños hasta que tienen tres años. Si durante ese tiempo nacen otros, no dejan de alimentar a los primeros junto con el recién llegado, sin que ellas o ellos sufran nada. Los menores deseos de estas criaturas son leyes para sus padres y sus amigos, que, según el ejemplo del padre y la madre, se someten a todos sus caprichos. Apenas comienzan a arrastrarse sobre las manos ya se dejan al alcance de los niños cuchillos y otras armas, de las que se sirven indiferentemente para golpear a quienes los contratarían, con gran satisfacción de los padres que, en esas cóleras infantiles, se complacen en ver el germen precoz de las cualidades requeridas para constituir un buen enemigo de la cristiandad.

mujeres y niños mapuches en el estudio fotográfico Traiguén, hacia 1890

Las únicas indisposiciones que conocen los niños son los dolores en los miembros y una especie de crup. Sus dolores son tratados con masajes y duchas frías. El remedio que emplean los indios para curar el crup es muy violento: consiste en una mezcla de orina podrida al sol, algún saqueo; o bien, a falta de pólvora, álcali solo. Jamás se administra más de una cucharada al niño. El efecto de este remedio violento se traduce prontamente en vómitos, y la curación queda terminada generalmente a las pocas horas. A veces, he visto los niños cubiertos de unas picaduras y una comezón insoportables, que les hacía lanzar gritos horribles y derramar abundantes lagrimas; entonces inmediatamente, sus madres se apresuraban a quemar un poco de me vaca -estiércol de vaca- cuya ceniza ardiente empleaban en friccionarlos, al mismo tiempo que les mojaban el cuerpo con agua que tenían en la boca. A juzgar por la inquieta solicitud que emplean las indias para tratar así a sus hijos, tuve motivos para pensar que temen sobremanera las consecuencias de esas erupciones súbitas que, por lo demás, tienen toda la apariencia de la viruela boba. Los indios cuentan los años de un invierno a otro o de una primavera a otra; así, a los “cuatro años” someten a sus retoños, niños o niñas, a la ceremonia de horadarles las orejas, que en su vida es de una importancia igual a la del bautismo entre nosotros. Esa ceremonia se realiza de esta manera: el padre regala a su hijo un caballo alazán, cuyo andar, más o menos dócil, está en relación con el sexo del niño. Se lo derriba en tierra con las patas fuertemente atadas, en medio de numerosos invitados vestidos de fiesta, entre los cuales figuran en primera fila todos los parientes. El niño, cuyo cuerpo todo se ha adornado con pinturas extrañas, es acostado sobre el caballo, con la cabeza hacia el oriente, ya sea por el jefe de la familia o por el cacique de la tribu, cuando quiere honrar la fiesta con su presencia. Las mujeres, pues- tas en segunda fila, entonan un canto chillón y monótono, cada una de cuyas estrofas termina en tono grave y sordo y tiene por fin implorar la protección de Dios. Durante ese tiempo se horadan las orejas del niño, con un hueso de avestruz muy afilado. En cada orificio el presidente de la fiesta mete un trozo de metal de un peso suficiente para agrandar los agujeros y alargar las orejas. Después se arma del mismo trozo de hueso de avestruz y hace a cada uno de los asistentes una incisión en la piel, sea en el nacimiento de la primera falange de la mano derecha o en la pantorrilla derecha. La sangre que sale de esta herida es ofrecida a Huecuvú -dios director de los espíritus maléficos- para conjurarlo a que acuerde una existencia larga y feliz al recién elegido. Después de ello, según la costumbre en todas las fiestas, un asno gordo sirve de festín ofrecido a la compañía. Los huesos de los costillares son dados, por preferencia, a los parientes más próximos o a los más íntimos, quienes, después de haberlos roído convenientemente, los depositan a los pies del niño, con lo cual se comprometen a hacerle algún regalo al más breve plazo. Esos regalos consisten en caballos, vacas, espuelas o estribos de plata, que les sirven de dote.

 

Fragmentos del libro “Tres años entre los patagones”, de Auguste Guinnard

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