
Con la Década Infame, el país ingresa en los tiempos modernos. La orgullosa Argentina descubre el siglo XX con la crisis del treinta. Flota en Puerto Nuevo un tenebroso mundo de náufragos que no provienen del río sino de la ciudad hambrienta. Los exhombres levantan sus ranchos de lata en Villa Desocupación. Discépolo, poeta del asfalto, escribe sus tangos, penetrados de amargura siniestra. ¡Un canto a la desesperanza, un himno al fracaso! En todos los labios se repiten los versos estremecedores de “Yira, yira”: es la biblia del raté en la monstruosa ciudad de cemento. Hacen su aparición la voiturette, el bar automático y el biógrafo sonoro.
“…cuando rajés los tamangos buscando ese mango que te haga morfar, te acordarás de este otario que un día cansado se puso a ladrar”.
En la Buenos Aires orgullosa cantada un día remoto por Darío y Lugones rezongaban ahora bardos harapientos. El peso es un peso “fuerte”, sólido, respetable, exclusivo. Otra canción de la crisis lo busca: «¿Dónde hay un mango, viejo Gómez?, los han limpiado con piedra pómez».
La moneda era sana, pero los hombres estaban enfermos. El Ejército rechaza a miles de jóvenes por inaptos. La tuberculosis hace estragos. La palabra “neumotórax” es una palabra del año 30. Los maestros sin empleo, los analfabetos con el estómago vacío y los maestros que no cobraban sus sueldos, son los fenómenos corrientes de la década. La pequeña burguesía se degrada; se forma una subclase de desocupados. El dolo se combina con la picaresca para sobrevivir. Buenos Aires se puebla de buscavidas y de oficios inverosímiles. Porteños y provincianos hundidos en la desdicha se hacen buscones.
El amigo del jockey, que persigue la quimera de un “dato” preciso para el domingo; el atorrante divagador y filosófico que bebe café a crédito; el abogado sin pleitos que procura un empleo público; el organizador de banquetes o de concursos inexistentes; el falso influyente; el gestor de empleos, que es cesante; el cesante yrigoyenista de 1930 que hace de su desgracia una carrera y sólo acaricia durante años la esperanza de reingresar al empleo público; el desesperado que corteja a la dueña de la pensión; el escuálido poeta que vive cada quince días, por turno, en casa de algún amigo; el protector de leprosos, que vende rifas sin número; el antiguo proxeneta, herido como un rayo por la ley de profilaxis y que ahora alquila departamentos por hora para el amor fugaz; el empleado embargado y concursado; el melancólico ave negra que espera el asunto salvador en el bar Tokio, frente a los Tribunales; el rematador sin remates; el naturista transformado en curandero y yuyero; el grafólogo que adivina el carácter; el astrólogo que descifra el porvenir; el falso médico que adquiere su título por 300 pesos en la frontera de Bolivia; el nihilista y el iluminado; el espiritista y el marinero en tierra; el comerciante quebrado y el conspirador radical que sueña con el regreso.
¡Buenos Aires! La pequeña burguesía tirita bajo el vendaval. En la Chacarita de los automóviles se acumulan todos los modelos, y junto a ellos, calaveras y gigolós se hunden en la bancarrota. En 1935 se empeñan en el Banco Municipal de Préstamos 10.340 máquinas de coser. Las grandes familias venden sus palacios: la quinta Unzué, el palacio Paz, el palacio Pereda, el palacio Ortiz Basualdo, la casa de Del Solar Dorrego. Ya no pueden sostenerlos. Se acuña el vocablo “manguero”.
El mate venía de los viejos tiempos de la pampa libre; luego fue un vicio amable. En 1930 es de rigor como alimento casi exclusivo. El bizcocho con grasa es el “plato de resistencia”. Reina el bar automático. Con una moneda, bajaba del tubo sucio de vidrio un sándwich indiscernible. Era el templo gastronómico para los gourmets de la crisis. Revestido de azulejos, como el hospital o la morgue, en el local pululaban actores sin trabajo, borrachos disertantes, estudiantes crónicos, vagos sin origen ni destino, empleadillos, mujercitas sin clientes; humedad, sofocación, un vaho de fritura y tristeza.
Era un hombre rechoncho, con un tic desafiante y el eterno habano entre los dientes. Amante de las “cosas gratas de la vida”, Natalio Botana era un personaje que podría haber inspirado a Orson Welles el tema de El ciudadano. Con un busto en bronce de Gorki a sus espaldas, este exanarquista uruguayo, nutrido de literatura y resuelto a todo, se abrió paso como un cuchillo en la gran ciudad del Plata. Convirtió a Crítica en el órgano cotidiano del crimen y del escándalo vulgar. El dibujante Rojas dibujaba con pasión fotográfica, en blanco y negro, las grandes manchas de sangre y los miembros amputados de la desgraciada telefonista descuartizada por la pasión del carnicero Juan Bonini.
Fragmento del libro “Revolución y contrarevolución en la Argentina”, de Jorge Abelardo Ramos