
El general Onganía designó, pocos meses después de asumir el gobierno, a Adalbert Krieger Vasena, ministro de Economía y Trabajo. Su gestión fue la más coherente y que desde 1955 adoptara ninguno de los ministros del ramo en todos los gobiernos que se sucedieron desde la caída de Perón. Krieger aplicó sin vacilaciones la política económica dictada por los intereses del gran capital industrial y comercial, de los monopolios extranjeros radicados en la Argentina y de los grupos capitalistas nacionales vinculados a tales intereses. Para poder hacerlo, Onganía alineó a las Fuerzas Armadas detrás de Krieger y aplastó toda tentativa política y sindical de resistir tal política.
Su primera medida fue disolver a los partidos y prohibir la vida política en el país. Desde ya que esta decisión no era intrínsecamente mala. Todo el sistema de partidos vivía desde hacía décadas en estado putrescente y se había revelado como un fatal obstáculo para la transformación revolucionaria de un país petrificado. Onganía conservó la estructura sindical pero aspiró a controlarla, hasta el punto de que asoció a su política a un sector burocratizado de la dirección sindical, llamada “participacionista”. Toleró a los “negociadores” expresados por Vandor y hasta admitió la existencia pública de la “CGT de los Argentinos”, dirigida por Ongaro, aunque desprovista de un poder real para movilizar a las masas obreras. La coherencia económica de Krieger y la firmeza de la política de Onganía llevaron directamente al estallido revolucionario de las provincias del interior dos años más tarde. Esta prueba categórica de la eficacia de tales doctrinas conmovió profundamente a las Fuerzas Armadas y decidió el destino del general Onganía, hasta ese momento objeto de la irrestricta admiración de los oficiales.
Bastará describir brevemente el programa de Krieger Vasena para comprender la racionalidad profunda de los estallidos revolucionarios que suscitó. Con las manos libres, gracias a que Onganía amordazaba al país, Krieger Vasena estableció un “plan de estabilización”.
Este plan congeló los salarios y ofreció créditos a la gran empresa extranjera. Permitió a ésta eliminar del mercado a la pequeña empresa nacional y entregar los bancos nacionales al control imperialista. Como los créditos de la banca oficial o privada se negaban a los capitalistas nacionales, éstos debían buscarlos en fuentes financieras usurarias. Con sus costos más altos, debilitaban así su poder competitivo ante la gran empresa extranjera, que a su vez obtenía dinero bancario, o sea, dinero más barato. De este modo, el capital bancario proporcionado por el trabajo nacional era canalizado por Krieger Vasena hacia las empresas extranjeras. Lejos de buscar financiación en el exterior, dichas empresas la encontraban fácilmente en la estructura de la semicolonia, gracias al gobierno de la “modernización”.
Mediante esta política, las quiebras y convocatorias de acreedores se convirtieron en la actividad más corriente de la empresa argentina en el período. La concentración industrial, símbolo de la “eficacia”, se hacía en beneficio de la empresa extranjera. Pero Krieger no se detuvo allí. Despojó a los aranceles aduaneros de su carácter proteccionista, con el fin proclamado de intensificar la modernización de la industria argentina, demasiado mimada y halagada, según su criterio, por un arcaico proteccionismo arancelario, fiscal y bancario. Libradas a sus solas fuerzas, en una economía abierta y en competencia con las mejores industrias del mercado mundial, las argentinas deberían tecnificarse o morir. Naturalmente, murieron. Pues postular unilateralmente una “economía abierta” en un mercado mundial cerrado (donde hasta Estados Unidos protege su carne, sus materias primas y ahora hasta sus industrias, de la competencia japonesa) sólo puede conducir a la desaparición de la industria nacional y sólo puede ser defendida por comisionistas de la industria extranjera. Éste era precisamente el caso de Krieger Vasena, que al día siguiente de abandonar su sillón de ministro de Economía, era designado por el monopolio mundial de alimentos Deltec Internacional como director ejecutivo, con un sueldo de 10.000 dólares mensuales.
Con incomprensible tardanza, pero con indiscutible elocuencia, el secretario legal y técnico del general Onganía, doctor Roberto Roth, denunciaría (después de su propia renuncia al cargo)
la relativa impudicia con que los ministros y funcionarios abandonan los despachos oficiales para ubicarse en los puestos de comando de las empresas cuyas pretensiones inmoderadas presumiblemente debían mantener a raya; la velocidad con que ex secretarios de Estado acceden a Directorios en empresas cuyos créditos y avales oficiales han tramitado; la aparente solución de continuidad en el pasaje de las empresas a los cargos oficiales y viceversa.
La comisión de tales delitos, corruptelas y estafas al Estado por parte del principal ministro de Estado y sus innumerables asesores y colaboradores, no preocuparon la atención de los oficiales de Inteligencia de las tres Fuerzas Armadas ni de sus jefes. El Ejército, la Marina y la Aeronáutica cuidaban las espaldas del principal expoliador de la República, síntesis de la ciencia económica moderna e inminente empleado de la Deltec, cuya condición de ciudadano argentino había sido providencialmente salvada gracias al oportuno estallido de la II Guerra Mundial.
Fragmento del libro “Revolución y contrarevolución en la Argentina”, de Jorge Abelardo Ramos
