sábado, 1 de noviembre de 2025
Celestino Rodrigo y la amenaza de la Unión Obrera Metalúrgica

Con el control operativo sobre Tucumán y la avanzada de las fuerzas de seguridad sobre el cordón fabril del Litoral, las Fuerzas Armadas intentaron apartar a López Rega de la conducción de la represión ilegal. Ya tenían militares que participaban clandestinamente, pero aspiraban a obtener el mando institucional como fuerza en la represión.

Sin embargo, por la influencia política del ministro de Bienestar Social en distintas estructuras del Estado, y en especial sobre la personalidad de Isabel Perón, resultaba un escollo difícil de barrer. La Presidenta estaba cada vez más encerrada en sus consejos.

Los primeros en investigar las acciones de la Triple A desde el sector militar fueron los coroneles Martín Rico y Jorge Montiel, de la Jefatura II de Inteligencia del Ejército. Encararon una investigación no oficial. El 28 de marzo de 1975 Rico apareció en Avellaneda con un disparo de Itaca en la cabeza. Montiel desapareció el mismo día y nunca más fue encontrado. El titular de Jefatura II era el general Carlos Suárez Mason. El general Leandro Anaya lo relevó el 30 de marzo.

La investigación institucional sobre la Triple A surgió por inquietud del teniente coronel Jorge Sosa Molina, jefe del Regimiento de Granaderos que custodiaba la Casa Rosada y la residencia de Olivos. Sosa Molina pertenecía al sector “legalista” del Ejército, que lideraba el coronel Vicente Damasco. Este sector se oponía al “profesionalismo prescindente” de los generales Jorge Rafael Videla y Roberto Viola, quienes esperaban el momento adecuado para promover el golpe de Estado, y era equidistante del sector peronista-lopezreguista que integraban el general Alberto Numa Laplane y el mayor Roberto Bauzá, entre otros.

Sosa Molina veía entrar y salir de Olivos los autos de los miembros de la custodia de López Rega, observaba su equipo de comunicación, el volumen de su armamento, las salidas intempestivas. No tenía dudas de que eran autores materiales de crímenes de la Triple A. Utilizaban la residencia presidencial como centro operativo. Pero el jefe de Granaderos también añadía sus sospechas sobre servicios de inteligencia paramilitar, comandos “sueltos” de las tres armas, especialmente de la Marina.

El pedido de investigación comenzó a circular como un reguero de pólvora. El comandante del Ejército, Anaya, lo firmó y se lo entregó a Videla, jefe del Estado Mayor General del Ejército, quien lo depositó en el escritorio del ministro de Defensa, Adolfo Savino, vinculado al Ministro de Bienestar Social. Savino se lo entregó al ministro del Interior, Rocamora.

La primera consecuencia del recorrido de la denuncia fue la caída de Anaya, que había sido reticente a que las Fuerzas Armadas encabezaran la represión en Villa Constitución y contra la guerrilla, como alentaban distintos sectores del Ejército. Savino le recriminó que no hubiera neutralizado el pedido de investigación sobre la Triple A. Anaya renunció.

En su reemplazo, Isabel aceptó la sugerencia de López Rega y designó al general Alberto Numa Laplane como comandante del Ejército.

Hasta entonces, el ministro de Bienestar Social conducía los medios de comunicación del Estado y la Policía Federal, y tenía la obediencia de los ministros del gabinete, aun los “dialoguistas” como Rocamora; aunque éste intentaba sabotear su gestión filtrando datos excéntricos de su personalidad, temía una represalia personal si planteaba su responsabilidad en el armado de la Triple A. López Rega también manejaba la atención hospitalaria, el sistema previsional, la construcción de viviendas, los juegos de azar y el turismo, entre otras actividades. Pero semejante poder dependía de Isabel, con quien llevaba diez años de relación cotidiana.

Con las Fuerzas Armadas y el sindicalismo ortodoxo sólo compartía el mismo ideal, aniquilar el marxismo y a los “infiltrados” en el Movimiento. Sin embargo, desde ambos sectores creían que López Rega resultaba una molestia. Preferían alejarlo de Isabel.

El almirante Emilio Massera estaba entre los que promovían su caída. En la búsqueda de un perfil político propio, que excediera los límites institucionales de las Fuerzas Armadas, le interesaba también crear afinidad personal con la viuda. En su pasado, Massera había participado en los bombardeos del 16 de junio de 1955, que dejaron más de trescientos muertos en las calles en el intento de derrocar a Perón, pero ese antiperonismo, al menos con ese estilo, para él estaba concluido. Se podía obtener el poder de otra manera. Las relaciones con el peronismo se habían modificado. Poco después de acceder a la presidencia, el propio Perón se había subido al portaaviones 25 de Mayo, buque insignia de la Armada, acompañado por los comandantes de las tres armas. Para acceder al poder, Massera necesitaba acercarse al peronismo de otra manera, en diálogo con dirigentes políticos y sindicalistas. López Rega intuyó rápidamente que su figura representaba una amenaza.

Pero, decidido a avanzar frente a los riesgos que lo cercaban, López Rega tomó el control de la economía. Aunque no era experto en la materia, adoptó un plan neoliberal que buscaba terminar con las tensiones que provocaban las negociaciones salariales con una política “severa” y de “sinceramiento”.

Para reemplazar al ministro de Economía, Alfredo Gómez Morales, López Rega sugirió el nombre de Celestino Rodrigo, un ingeniero industrial que integraba un grupo político-esotérico. Isabel lo aceptó. Rodrigo se hizo cargo del Ministerio el 2 de junio y dos días después decretó feriado cambiario: se especulaba con una devaluación del peso, pero nadie imaginó semejante estampida inflacionaria. El dólar oficial pasó de 10 a 26 pesos, los servicios públicos aumentaron 100%; las naftas, 181%; el transporte tuvo un alza del 75%.

Los efectos fueron fulminantes: empresas que quebraron, comercios que ya no pudieron reponer mercadería; y los que acababan de vender su casa y se quedaron con pesos en la mano estuvieron imposibilitados de comprar otra propiedad. Los acreedores cobraron sus deudas en pesos que ya habían perdido valor. En cambio, los deudores en pesos resultaron beneficiados. El Plan Rodrigo había convulsionado la economía de los argentinos.

Los sindicatos perdieron poder de negociación en el nuevo escenario: el alza de precios hacía imposible mantener el poder adquisitivo y reasignaba recursos hacia los sectores más concentrados de la economía, favorecidos en la tasa de ganancia. Pero, además de que provocaría la destrucción del aparato productivo, el Plan Rodrigo conducía a una irremediable fractura social y política del país.

Hasta ese momento casi quinientas comisiones de obreros y cámaras patronales habían concluido los acuerdos paritarios. Los salarios se habían ajustado alrededor del 38%. Después del Rodrigazo, en la nueva negociación, la UOM alcanzó un aumento de 160%. El acuerdo necesitaba ser homologado por el Poder Ejecutivo, pero la UOM creía que Isabel iba a resistirse porque vulneraba los objetivos del Plan Rodrigo.

 

Fragmento del libro “Los 70”, de Marcelo Larraquy

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