
El centro neurálgico de la represión del interior del país estaba asentado en la Zona 3, en manos del general Luciano Benjamín Menéndez, jefe del III Cuerpo de Ejército.
Era el señor de la represión ilegal.
Tenía control sobre la mayor superficie del territorio argentino: diez provincias, más de siete millones de habitantes. Pero Córdoba era su propio feudo.
La obra represiva de Menéndez quedó representada en el centro clandestino “La Perla”. Había ordenado su construcción seis meses antes del golpe de Estado. Lo denominó así en homenaje a su esposa, María Angélica Barca, a quien todos llamaban “Perla”.
Después de la ESMA y Campo de Mayo, La Perla fue el centro clandestino más emblemático de la dictadura militar. Entre 1976 y 1978 pasaron por “la cuadra” o galpón militar, alrededor de dos mil quinientos prisioneros. Sobrevivieron cerca de doscientos.
A partir del 22 de abril de 1976 Menéndez prohibió a los diarios de Córdoba que publicaran presentaciones de hábeas corpus de desaparecidos o reclamos de familiares que buscaran información sobre las víctimas. Pero Menéndez, que solía participar personalmente de los operativos contra “la subversión”, encabezaba conferencias de prensa para difundirlos.
En La Perla, ubicado a un costado de la ruta que une Córdoba Capital con Villa Carlos Paz, el “intento de fuga” se llamaba “operativo ventilador”. Sacaban a los prisioneros por la noche y a la mañana siguiente aparecían muertos en la vía pública por un “enfrentamiento”.
Después del golpe militar, empezaron a llegar a La Perla entre diez y quince secuestrados por noche. Afuera de la cuadra había piletones donde sumergían a los secuestrados. Las listas de detenidos se confeccionaban por triplicado: para el centro clandestino, el Destacamento de Inteligencia (dependiente del Área 311) y la Tercera Sección, Grupo de Operaciones Especiales.
Las operaciones de los oficiales del Destacamento y el funcionamiento de La Perla eran de absoluta unidad. Los oficiales del Ejército iban y venían de un lugar a otro, comunicados por radio con La Perla.
Menéndez tenía un completo control sobre toda la cadena represiva del Destacamento y la “cuadra” del centro clandestino. Era dueño de la vida de todos los prisioneros, pero dejaba margen de decisión a sus cuadros inferiores.
Con La Perla, el Departamento de Informaciones (D2) perdió trascendencia como núcleo de la represión.
Algunos detenidos fueron llevados a la prisión militar de “La Ribera”, a metros del cementerio de San Vicente y la avenida Costanera de Córdoba, que comenzó a prepararse como centro clandestino en diciembre de 1975 por orden de Menéndez tras una reunión con la “comunidad informativa”. De “lugar de reunión de detenidos”, La Ribera se convirtió en “centro clandestino” tras el golpe militar.
Pero la mayoría de los secuestrados era trasladado a La Perla, el epicentro del esquema represivo. Participaban de las torturas en la La Perla algunos jefes del D2, como el capitán Héctor Vergez, activo miembro del Comando Libertadores de América y oficial del Destacamento 141. Era uno de los jefes de la cuadra, como también lo era el mayor Ernesto Barreiro.
Después, en julio de 1976, Vergez ingresó al Batallón 601, en Buenos Aires, pero continuó con sus visitas a Córdoba, donde era reconocido como secuestrador y torturador.
En una oportunidad, con su grupo operativo de siete personas, Vergez llevó a un detenido de La Perla a un procedimiento. Como en la casa de su “blanco” no encontró a nadie, comenzó a incendiarla y mantuvo al detenido en el interior, amarrado en una silla. Prometió dejarlo hasta que se prendiese fuego. Pero después lo desató y lo llevó de vuelta al centro clandestino. Los “traslados” se hacían a la hora de la siesta.
La llegada del camión del Ejército Mercedes Benz producía en la cuadra un silencio sepulcral. El camión venía una vez por día. O cada dos días. Bastaba que desde la entrada de la cuadra se gritase el número del prisionero para que este supiese que había llegado su hora: iba a ir al “pozo”.
Los detenidos eran retirados de la cuadra por gendarmes. A veces se acercaban al sentenciado y le mencionaban el número en voz baja, y le permitían despedirse del resto.
El “traslado” al pozo se hacía en grupos de a tres. Subían maniatados, amordazados, vendados.
Los torturadores ya les habían mencionado la profundidad del pozo, “un metro ochenta”, como amenaza.
Algunos creían que podrían ser llevados a la penitenciaría, u a otro campo, para “recuperarse”. Pero la mayoría de los prisioneros sabía qué significaba el “traslado”.
Con la llegada de los camiones se advertía la tensión en la cuadra. Los militares se movían nerviosos, ajustaban las vendas de los detenidos. Lo mismo sucedía cuando Menéndez visitaba La Perla: los oficiales obligaban a los prisioneros a limpiar la cuadra, a poner sus pertenencias en una caja y a alinear las colchonetas en tres filas para que el general viera que en el centro clandestino imperaba el orden.
Cuando subían a los prisioneros, los camiones avanzaban por un camino interno, entre La Perla y el III Cuerpo de Ejército, durante unos pocos kilómetros. El pozo era previamente cavado para enterrar cuerpos, pozos de cuatro metros por 1,80 de profundidad. Después los hacían arrodillar delante del pozo y les disparaban; adentro de la fosa, cubrían los cuerpos con cal.
Si el detenido iba de La Ribera a La Perla, su destino, casi sin excepciones, era el pozo. La Perla estaba asociada con el último destino.
La idea de Menéndez era que desde un general hasta un suboficial participara en al menos un fusilamiento para que se oficializara el “pacto de sangre”.
La resolución final sobre los detenidos era tomada por el jefe del Destacamento 141 y los responsables de las cuatro secciones: Primera, “de ejecución”, Segunda, “de calle”, Tercera, “actividades especiales de inteligencia o “grupo de operaciones especiales”, y Cuarta, “logística”. Los suboficiales podían opinar pero no tenían decisión. Tampoco los gendarmes que custodiaban a alrededor de ciento cincuenta prisioneros que permanecían en la cuadra.
Menéndez era de los pocos militares que querían que se hiciesen juicios marciales con pena de muerte. Lo propuso en diciembre de 1975 durante el gobierno constitucional, pero no logró consenso en la Junta Militar. En cada campo de concentración comenzaron a organizar la eliminación física de manera clandestina, sin ningún tipo de juicio u orden legal.
Fragmento del libro “Los 70, una historia violenta”, de Marcelo Larraquy.