lunes, 20 de octubre de 2025

Lo nuevo no era la identidad de los participantes, sino el acto temerario que se proponían: el asesinato del presidente y de Eva Perón. El jefe de este movimiento era un inveterado conspirador, el ex coronel José Francisco Suárez. Se habían unido a él varios cientos de civiles, varios oficiales en retiro, un ex funcionario policial y unos pocos oficiales del Ejército y de la Marina que habían logrado continuar en servicio activo a pesar de la dispersión que siguió al fallido golpe de Menéndez.

El plan contemplaba la toma simultánea de la Casa Rosada, el Correo Central y el Departamento Central de la Policía Federal, pero su principal objetivo era la residencia presidencial en la avenida Libertador. Se utilizarían camiones pesados para derrumbar la verja de hierro circundante, permitiendo así que fuerzas de choque bien armadas entraran en el edificio y liquidaran a sus habitantes. Los conspiradores no podían garantizar, sin embargo, que el presidente Perón estuviese durmiendo en la residencia. En algunas ocasiones dormía en otras partes, inclusive, irónicamente, en la residencia del director de la Penitenciaría Nacional, donde muchos de sus más encarnizados enemigos políticos estaban encarcelados.

La conspiración de Suárez se planeó para que coincidiera con el centenario de la batalla de Caseros, el 3 de febrero que significó la derrota del dictador Juan Manuel de Rosas. Éste era un hecho histórico, muy importante para los liberales argentinos, que el gobierno peronista trataba cuidadosamente de ignorar. Por desgracia para los conspiradores, en su ansiedad por dar a sus partidarios una doble razón para celebrar el 3 de febrero, resultaron víctimas de su propio descuido; habían incluido en sus filas a un agente del Servicio de Informaciones de Aeronáutica, que los traicionó ante las autoridades. Antes que pudieran actuar, la policía se movilizó, apresó a Suárez y a sus principales colaboradores, con el subsiguiente arresto de cientos de miembros del partido Radical y de otros grupos de oposición. La censura impidió que las noticias llegaran a los diarios, pero informes sobre los arrestos y las torturas al coronel Suárez y otros prisioneros circularon pronto, tanto en la Argentina como en el exterior. Sólo en mayo, cuando el juez que intervenía en la causa presentó sus cargos en audiencia pública, el pueblo pudo enterarse de los detalles del complot, el nombre de los principales participantes y sus planes para el futuro del país.

La reacción de Perón ante ese acto de violencia planeada contra su persona fue no sólo que los tribunales militares y civiles actuaran contra los directamente involucrados y se promulgaran leyes para castigar a las familias de los conspiradores militares al privarlas de sus pensiones, sino también la autorización de un plan secreto de medidas violentas que se tomarían en caso de que volviera a intentarse contra su vida. Mediante una directiva conocida como Orden General Nº 1, enviada el 18 de abril a todos los altos funcionarios del gobierno nacional y de los gobiernos provinciales y redactada en las oficinas centrales de Control de Estado, organismo bajo el mando directo del presidente, y a través de una directiva relacionada con la anterior y conocida como “Plan Político Año 1952”, que circulaba entre altos dirigentes del partido Peronista. Perón inició la política de que “al atentado contra el presidente de la Nación, hay que responder con miles de atentados”. El Plan Político impartía instrucciones a los dirigentes políticos partidarios provinciales para que cooperaran en la preparación de listas de enemigos y en la organización de grupos fuertemente armados, que se formarían con individuos especialmente elegidos en el Partido y en la CGT y cuya misión consistiría en llevar a cabo ataques personales, atentados con bombas e incendios. Control de Estado distribuyó sus propias listas preliminares de enemigos, que se ampliarían “a medida que nuevas investigaciones permitan actualizarlas”. Las listas iniciales contenían los nombres de 322 personas, 50 empresas extranjeras, embajadas y personas, 29 firmas comerciales argentinas vinculadas a elementos de la oposición, y locales de partidos políticos de la oposición. Las personas estaban clasificadas según una escala de uno a cinco para determinar su importancia política como opositores. Los que tenían más alto puntaje serían presumiblemente los primeros “que deben ser suprimidos sin más en caso de atentado contra el excelentísimo señor presidente de la Nación”.

Más que un estallido emocional surgido de la arrogancia del o que una muestra de machismo político, con revólveres y todo, las directivas de Perón relacionadas con las represalias parecen haberse propuesto dos objetivos muy prácticos: identificar y eliminar del gobierno nacional y de los provinciales a todo empleado que no fuera miembro reconocido del partido Peronista, y -al centrar la atención en sus enemigos políticos- levantar el ánimo del Partido y de los dirigentes de la CGT en momentos en que la creciente crisis económica forzaba a Perón a abandonar las políticas anteriores, orientadas hacia el consumidor.

 

Fragmento del libro “El ejército y la política en la Argentina 1945-1962. De Perón a Frondizi”, de Robert A. Potash

 

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