sábado, 18 de octubre de 2025

Aquellos caballos y yeguas abandonados o alzados a los expedicionarios de Mendoza en 1536, acabaron por cubrir la pampa apenas se acostumbraron al medio y aprendieron a sortear sus peligros. Eran tantos en 1580 que Garay concedió “los potros en propiedad a quienes lo acompañaron en su jornada fundadora”.

Los yeguarizos silvestres (que los españoles llamaban potros, y los indios baguales) permitieron el mantenimiento de Buenos Aires en el inhóspito río de la Plata de 1580. Su carne dulzona podía suplir la de los ausentes vacunos y ovinos y alejaba el fantasma de la hambruna, compañera inseparable de quienes habitaron las márgenes del estuario. Además, daban sebo y crines que podían exportarse (el cuero no contaba todavía), y eran aptos para servir de transporte o arma militar.

El Cabildo confirmó el derecho de los pobladores el 16 de octubre de 1589 al invocar la Orden de los Mercedarios privilegios del rey sobre los animales mostrencos para servir a la redención de cautivos. La decisión de los capitulares fue ratificada por el Consejo de Indias en 1591.

La propiedad exclusiva de los potros fue desdeñada por los vecinos cuando hizo su aparición, hacia 1606, una gran cantidad de vacunos cimarrones de mejor aprovechamiento. Nadie saldrá a matar caballos pudiendo matar vacas, y aquéllos acabaron por ser de aprovechamiento común: cada habitante, sin distinción de ser vecino o no, quedó dueño del potro que enlazaba y podía domar o tusar para quedarse con su crin. La “cacería libre de colas no quedó ceñida a reglamentación alguna”.

El ganado yeguarizo silvestre, extendiéndose por la pampa, fue causa que los indios araucanos dejasen sus valles andinos y traspusieran la cordillera en su persecución. Se apoderaron de la pampa, mezclándose o exterminando a los primitivos aucas, para aprovecharse de los baguales. El caballo llegó a ser la base de su economía: con sus cueros hicieron toldos, botas, delantales y tientos, su carne dulce les servía de alimento, y la leche de las yeguas alimentaba a sus niños. Se hicieron consumados jinetes y nadie igualó su pericia en “domar de abajo” (sin jinetear), que requería mayor paciencia pero hacía más dóciles a los animales. El caballo fue su medio de transporte, y sobre todo su gran arma de guerra. En un principio no chocaron con los españoles: la pampa era inmensa y el yermo no había sido repartido en mercedes amojonadas. Además cada cual buscaba objetivos distintos: caballos el indio, vacas el español.

Los cimarrones, la “acción de vaquear”.

Si bien hubo vacunos alzados en las cercanías de todas las ciudades indianas, en parte alguna serían tan abundantes como en Buenos Aires. No solamente por la fertilidad de sus pastos que permitieron multiplicarse hasta el prodigio a los animales escapados de los corrales porteños, sino porque la falta de indios encomendados hizo difícil la tarea de pastorear y encerrar los rebaños domésticos.

Un cuarto de siglo después de la fundación de Garay ya existen vacunos mostrencos en las inmediaciones, pues el 30 de octubre de 1606 la Orden de los Mercedarios solicita, conforme al privilegio que hemos mencionado, el derecho de apropiarse de ellos para emplear su producto en la redención de cautivos. El Cabildo lo concede, reservando los “potros a los vecinos como lo había establecido Garay. Pero dos años más tarde, se presenta el vecino Melchor Maciel al Cabildo pidiendo “tomar del ganado mostrenco que está en la comunidad” el número de vacas que se le habían alzado. Previa información del alzamiento, el Cabildo le permite el 28 de enero de 1608 cazar un número equivalente de “cimarrones”. Fue la primera licencia de vaquear concedida en Buenos Aires.

Al año siguiente -1609-, tal vez porque los cimarrones se habían reproducido en cantidad, o porque los contrabandistas portugueses estimulaban su matanza clandestina, Hernandarias resuelve de acuerdo con el Cabildo, que los vacunos alzados pertenecían exclusivamente a los primeros pobladores y en proporción al número de domésticos introducido por ellos o sus padres, que se les hubiesen alzado. De esa manera entregaba a los pobladores una riqueza pretendida por los comerciantes portugueses. El 22 de abril de 1609 se reglamentó el derecho de vaquería y se confeccionó la matrícula de accioneros con exclusividad sobre el ganado mostrenco: eran cuarenta con privilegio de matar anualmente 1.405 animales; de 10 a 150 reses cada uno. La integraban vecinos y cofradías religiosas según la cantidad de alzamientos; la matanza era permitida entre enero y junio de cada año.

La proporción de 1609 fue guardada en adelante. Se aumentó el número de cabezas permitidas a medida que crecía el ganado cimarrón y la demanda de la exportación legal. La proporción que tocaba a cada vecino “descendiente de los primeros pobladores” se llamó acción de vaquear y podía trasmitirse por herencia o dote pero no venderse. Los vecinos descendientes de los pobladores fueron conocidos con el nombre de vecinos accioneros.

Se llamaba vaquería la expedición para matar el número de cimarrones correspondiente a cada “acción”, extraerles la corambre y el sebo (la carne no podía conservarse). Requería un número de carretas suficiente y el servicio de peones a caballo para enlazar, matar y trabajar la res. Coni calcula un capital necesario de 10 a 30 mil pesos en los tiempos de las grandes matanzas. Los accioneros debieron recurrir a la usura de los mercaderes portugueses para ejercer su derecho.

 

Fragmento del libro “Historia Argentina” de José María Rosa

 

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