
Dos soldadores cambian membranas impermeabilizantes en el entretecho del supermercado, con la ayuda de un soplete. Abajo, la gente sigue comprando. Sobre la una de la tarde, las zapatillas se pegan a las chapas, se siente el calor en los pies, algo raro pasa en el entretecho.
Luzmila Queipul junto a su hija Cecilia Baigorria, embarazada, están paseando y comprando.
Emilio Carrizo está a punto de pagar en la caja 3, la comida comprada para festejar su cumpleaños, al día siguiente. La enfermera María Maliqueo ha terminado de hacer sus compras y está muy cerca de la salida principal.
Todos ignoran lo que está a punto de ocurrir, cuando el fuego ya ha comenzado a propagarse, silencioso, por el entretecho del salón.
En otro lugar del supermercado, el joven Rodrigo Rey, junto a su esposa Ivana Díaz y su hijo Nicolás, compran comida para festejar el cumpleaños del pequeño, de 2 años. Marta Rouseaux mira en la sección de perfumería.
Willy, vendedor ambulante, pisa el último escalón de la salida por calle Pellegrini, cuando una explosión y una ráfaga cargada de partículas de polvo derrite el tiempo.
A cada segundo, la brutalidad del fuego supera la sorpresa, el estupor y el terror. Caen pedazos de techo encendidos y el fuego viborea por los cables, las sucesivas explosiones van de la mano con la propagación del fuego por todos lados.
Los gritos son desgarradores. Hay desesperación y dolor. La adrenalina invade la calle tan rápido como el humo negro.
Personas sangrando, quemadas, cortadas, llorando, gritando. Gente que ayudaba a los heridos la calle y en los comercios cercanos.
Los vendedores ambulantes y peatones corren para ayudar: rompen vidrios del supermercado para permitir el escape de la gente; abren los autos estacionados en la cuadra para moverlos, a fin de prevenir más propagación y tragedia.
En el Centro no se ve nada por el humo, que dibuja un hongo en el cielo, una mujer se tira desde el primer piso del supermercado, sirenas, escaleras, bomberos que ingresan al edificio Algunos periodistas dejan de lado su trabajo y colaboran con los heridos. Ambulancias, patrulleros cargando heridos, caos. La ciudad conmocionada.
Las redes de comunicación interpersonal dibujan un entramado desesperado de caótica información. Angustiantes segundos, minutos u horas que transcurren sin obtener una confirmación. Tiempo muerto que despierta una angustia colectiva.
Muchos se quedaron impresionados con el bendito azar, que esa tarde los salvó de la tragedia. “Si hubiera entrado a comprar…”. Otros fueron las víctimas.
Hospitales, sanatorios y clínicas reciben a una infinidad de heridos, que todavía no entienden lo sucedido.
Ese día, el 23 de noviembre de 1999, se desdobló el tiempo. Las familias de María Maliqueo y Cecilia Baigorria hoy recuerdan y padecen sus muertes. Cuando se produjo el incendio, en el interior del supermercado Casa Tía, había 90 empleados y 52 clientes. En la ciudad todos pensaron que podían ser víctimas. Por eso, se sienten muy de cerca las pérdidas, como una marca de fuego que perdura sin tiempo.
Fragmento del libro “Crónicas del centenario”