domingo, 12 de octubre de 2025

El interés de las clases dirigentes por adueñarse de los territorios indígenas es tan antiguo como la propia nación.

Ya en junio de 1810, los patriotas de la Revolución de Mayo encomendaron al coronel español Pedro Andrés García varias expediciones a la frontera. Querían dar a conocer a los caciques la conformación del nuevo gobierno y arribar con ellos a acuerdos de paz que les garantizaran la seguridad de las fincas y haciendas, muchas de las cuales pertenecían a los propios miembros de la Primera Junta.

A partir de esas gestiones, la conflictividad entre criollos e indígenas disminuyó durante un tiempo, pero resurgió hacia finales de la década cuando el gobierno se propuso extender la línea de la frontera más allá del río Salado, para dar respuesta a las necesidades de la “civilización” y fundamentalmente a la demanda de los terratenientes que exigían nuevas tierras.

En ese contexto, a comienzos de 1819, llegó al país Friedrich Rauch, un joven militar de veinticinco años nacido en Weinheim (actual Alemania), que se incorporó al Ejército como teniente en el batallón de Cazadores, gracias a un decreto del director supremo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, Juan Martín de Pueyrredón.

Muy pronto el recién llegado se sumó a las fuerzas expedicionarias que el gobernador Martín Rodríguez organizó en 1821 para combatir a los indígenas que no aceptaban negociar la entrega de sus tierras ni, mucho menos, someterse a los arbitrios de Buenos Aires.

En una de esas campañas, a principios de octubre de 1824, al norte de la laguna Mar Chiquita, Rauch quedó circunstancialmente a cargo del Regimiento de Húsares y tuvo un enfrentamiento con indígenas que eran liderados por un cacique de nombre Curitipay. En su informe a su superior, el brigadier Miguel Soler, ya se observan algunos indicios de sus métodos brutales, que le darían fama de duro y despiadado:

Al toque de “a degüello”, el regimiento arrancó al galope. El encuentro terminó con la más completa derrota del enemigo, quedando en nuestro poder treinta cautivas, todas las haciendas y aún las caballadas de ellos mismos, siendo perseguidos hasta el arroyo Pelado, o sea, a unas cuatro leguas de donde empezó el encuentro, sin que, por nuestra parte, hayamos tenido más pérdida que la de un cabo y cuatro soldados lesionados. Quedaron en el campo más de 25 cadáveres enemigos y se llevaron muchos heridos.

Las comunidades pampas, y en especial las ranqueles, fueron las que opusieron mayor resistencia y respondieron con sus malones en las localidades de la frontera, dirigidas por valerosos caciques como Yanquetruz, Juan Catriel, Pablo Llanquelén o Payllantur. Rauch tuvo una carrera meteórica. En apenas seis años, fue ascendido a teniente primero, luego a capitán, a teniente coronel, y finalmente a coronel.

En febrero de 1826, Bernardino Rivadavia asumió como presidente de las Provincias Unidas del Río de la Plata en un contexto de mucha conflictividad por la guerra contra el Imperio de Brasil y la confrontación con los caudillos del interior del país. Ello no le impidió, sin embargo, profundizar la política de expansión hacia las tierras habitadas por las comunidades originarias.

En un decreto firmado en septiembre de 1826, estableció que “uno de los objetivos que ha llamado preferente la atención del presidente de la República es poner en completa seguridad nuestra campaña contra las incursiones y depredaciones de los bárbaros. Solo el poder de la fuerza puede imponer a estas hordas y obligarlas a respetar nuestra propiedad y nuestros derechos”.

Rivadavia designó a Rauch al frente del ejército de frontera. Tanto el presidente como los miembros de la oligarquía criolla consideraban que el militar europeo era el hombre indicado para expulsar a los indígenas.

Fragmento del libro “Mitos, leyendas y verdades de la Argentina indígenas”, de Andrés Bonatti

 

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