
La escasez de lobos marinos y otros otáridos convirtió su caza, a partir de 1870, en un asunto exclusivamente local, organizándose la mayor parte de las expediciones desde la incipiente colonia chilena de Punta Arenas. Fue sin embargo un marino argentino, Luis Piedra Buena, quien revitalizó esta actividad desde sus establecimientos en la isla Pavón, en la bahía de San Gregorio y en la isla de los Estados, donde instaló una factoría para el tratamiento del aceite de los pingüinos y lobos marinos. Al mando de la goleta Espora y, tras su hundimiento en 1873, del cúter Luisito, se sirvió para esta actividad de su experiencia anterior como tripulante de los barcos loberos norteamericanos. Luis Piedra Buena navegó incansable por los canales y mares de la América austral convirtiéndose en un personaje tremendamente controvertido. Su biografía difiere sustancialmente en función de si su evocación la realizan historiadores argentinos o chilenos. Para los primeros, el marino fue poco menos que un caballero de los mares, una especie de salvador de tripulaciones naufragas. Así, defendió por encima de todo la soberanía argentina y no dudó en sacrificar sus intereses personales, y aun su fortuna, en provecho de su país. Para las autoridades chilenas, Piedra Buena fue simplemente un vulgar pirata que recorría el estrecho de Magallanes en busca de cualquier buque naufragado para apropiarse de su cargamento. También lo acusaron de despiadado comerciante, que intercambiaba con los tehuelches valiosas pieles y cueros por aguardiente de la peor calidad. Incluso su propio compatriota, el político Estanislao Severo Zeballos, definió el establecimiento comercial de Piedra Buena en isla Pavón como “miserable pulpería de barro y de paja donde los indios trocaban frutos de sus cacerías por aguardiente venenoso”. La gota que colmó el vaso de la paciencia chilena fue su intento de fundación en San Gregorio de una colonia denominada “La Argentina”. Finalmente, el gobernador Oscar Viel Toro, máxima autoridad de Magallanes, expulsará a Piedra Buena de Punta Arenas a donde no regresará jamás.
A partir de entonces, será su amigo José Nogueira quien monopolice tan lucrativa como arriesgada actividad cinegética. Nogueira fue protagonista principal de la historia magallánica, en cuya biografía merece la pena detenerse. Nacido en 1845 en Vila Nova de Gaia, a orillas de Duero, el portugués emigró a América donde se embarcó como marinero en los barcos loberos norteamericanos. Radicado en la colonia de Magallanes hacia 1870, Nogueira armará una pequeña flotilla de goletas tripulada por marineros portugueses, españoles y chilenos. El más famoso de sus barcos fue la goleta Rippling Wave, construida en 1868 en los astilleros de Nueva York y que Nogueira comprará de segunda mano en 1880 en las Islas Malvinas, empleándola en labores de cabotaje a partir del momento en que la pesca comience a escasear. Las expediciones de caza de lobos solían durar cuatro meses y la tripulación, formada por una decena de hombres, era obligada a trabajar día y noche, recibiendo a su regreso una parte de las ganancias. Los cueros de los animales se exportaban al mercado británico a razón de unas diez mil pieles anuales, lo que permitía al armador la obtención de elevados beneficios. Nogueira, a través de su almacén de mercaderías, comercializaba pieles de lobo marino, guanaco y avestruz, actividad que estuvo en el origen de su fabulosa fortuna. Los loberos llevaban a cabo sus incursiones de caza durante la época de parición, entre los meses de noviembre y enero, cuando los lobos marinos se concentran en grandes colonias en las playas rocosas, siendo mucho más fácilmente abatibles. Los marineros desembarcaban y se aproximaban a los animales por el costado de sotavento, a fin de que el viento no denunciara su presencia. Formaban un círculo alrededor de la colonia y atacaban al unísono a los aturdidos animales con una vara de ciprés o un simple garrote, matándolos a palos tras un golpe seco en el hocico. En otras ocasiones, armados con fusiles, los loberos solían abatir a tiros a los leones marinos, que en un desesperado intento por proteger a sus crías les hacían frente inútilmente. El resultado era una verdadera carnicería que en una buena jornada de caza podía proporcionar al armador hasta un centenar de pieles. El escritor Fray Mocho describe en su “En el mar austral” una cacería de lobos ejecutada por un grupo de pescadores de Punta Arenas hacia finales del siglo XIX, en una roquería cercana a isla Lennox:
Cuando subimos a la cima había diseminados sobre las rocas planas unos trescientos lobos que, gruñendo o roncando, se oreaban tranquilamente, resaltando su pelaje moro sobre las piedras negras y brillantes. A una voz, atropellamos todos y la cumbre y el suave declive de la ladera se hicieron una verdadera confusión: cada uno cuidaba de sí mismo y trataba de llenar su tarea sin mirar a sus compañeros. Fue una cosa horrible. Los lobos rodaban aquí hacia el mar mugiente a que los llevaba su instinto, muriendo sin alcanzarlo y obstruyendo las pequeñas tajaduras y los declives, mientras la sangre corría en hilos sobre la playa […] Un cuarto de hora a lo sumo duraría la bárbara escena y sobre las piedras quedaban tendidos ciento cincuenta y ocho anfibios, que para nosotros representaban una fortuna y que eran el resultado de nuestro esfuerzo […] Todo ese día y el siguiente los pasamos desollando lobos y arrollando los cueros rellenos de sal y con el pellejo para fuera, continuando aún en la noche la penosa operación (Álvarez, 1920: 226).
Con semejantes estragos no resulta sorprendente que las colonias de lobos marinos y otros pinnípedos comenzaran a menguar a ojos vista. Para 1884, estaban dedicadas a la pesca de lobos cinco goletas pertenecientes a tres armadores de Punta Arenas, que totalizarán al terminar la estación 3.500 cueros, lo que implicaba una cifra menor de capturas frente al resultado de años anteriores (Bertrand, 1886: 124). El alarmante descenso en el número de ejemplares llevará a las autoridades chilenas a regular su caza. Sin embargo, era imposible ejercer la vigilancia y control adecuados debido a las enormes extensiones de islas y canales a custodiar, por lo que las expediciones loberas seguirán practicándose de manera furtiva. En 1885, el gobernador Francisco Ramón Sampaio se quejaba amargamente al Ministro señalando que “los barcos vienen de todas partes a buscar la pesca, sin pagar ningún tributo y muchas veces sin tocar en el puerto de Punta Arenas”. En todo caso, el negocio de la pesca de lobos declinaría definitivamente a partir de 1890 debido al casi total exterminio de las poblaciones de mamíferos marinos. De hecho, el 20 de agosto de 1892 el congreso chileno estableció una moratoria mediante la promulgación de una ley que prohibía por espacio de un año, que luego fue prolongado otros cuatro más, la caza de focas y nutrias en todo el territorio de Magallanes “a fin de prever a la multiplicación de estas especies que están casi extinguidas en razón del abuso inmoderado con que se las ha perseguido” (Vera, 1897: 440).
Fragmento del libro “Menéndez, rey de la Patagonia”, de José Luis Alonso Marchante

