lunes, 29 de diciembre de 2025
El caballo, fiel e infatigable compañero del misionero

No pocas veces las mayores dificultades llegaban de las propias autoridades. El que más sufrió las consecuencias de esta actitud fue el padre Domingo Milanesio, tal vez porque era uno de los más activos y abnegados. Contribuyó a ello, sin duda, su temperamento y el celo que siempre puso cuando de la defensa de los indios se trataba. Él mismo narra que “el año 1884 fue un año doloroso para los Salesianos de la Patagonia por la persecución promovida por el General Vintter”; señala como uno de los más lamentables defectos de este gobernador “el pretender entrometerse en los asuntos de religión, aunque desconocía por completo sus leyes y derechos”.

El padre Milanesio, además de párroco de Viedma, era capellán de la Gobernación. Durante sus frecuentes y largas giras misioneras quedaba a cargo de la parroquia el padre José M. Beauvoir. En la noche del Jueves Santo de ese año se incendió la iglesia de Viedma. Acuden los vecinos, los soldados de la guarnición militar, para sofocar el incendio; todo inútil, la aurora de aquel Viernes Santo iluminó cuatro paredes renegridas y a punto de desplomarse. Resultado: la capital del Territorio sin iglesia y… sin cura, porque “no faltaron quienes culparon el incendio a descuidos del sacerdote”. El padre Beauvoir debió alejarse de Viedma.

Y continúa la relación del padre Milanesio: “El Gobernador que buscaba siempre motivos para vejarnos no podía perder esta oportunidad… Ya resentido por la ausencia del capellán sin permiso oficial, averiguó dónde se hallaba y le ordenó bruscamente bajar a Viedma. Allí pretendió someterlo a la dirección de una Comisión de Señoras -presidida por su mujer- que había formado para la construcción de una capilla provisoria”.

Poco tiempo después fue nuevamente detenido acusándolo de ejercer el ministerio en el campo sin la anuencia del gobernador y de haber violado la ley militar autorizando uniones matrimoniales sin consentimiento del superior. A lo que respondió que “su Superior Eclesial lo había autorizado y que los matrimonios de soldados, cuando los había hecho, era con consentimiento de los oficiales del lugar”. Fue dejado en libertad pero con orden de retirarse inmediatamente del territorio de la Patagonia.

Alejado también el padre Milanesio, la prensa sectaria de ambas márgenes del río Negro desató una virulenta campaña difamatoria contra los misioneros, centrando sus ataques más bajos y groseros contra el Superior de las Misiones, el padre Fagnano. A través de toda esa campaña periodística adversa, imposible de sintetizar y menos de reproducir, aparece clara una cosa: lo del padre Milanesio fue el pretexto para desatar una campaña contra toda la obra que realizaban los misioneros.

El padre Fagnano defendió con firmeza la obra y fama de los misioneros y, por otra parte, no descuidó tampoco el tener en regla las propiedades adquiridas (donde funcionaban los colegios) y dio muestras de que estaba dispuesto a defender sus derechos con todos los medios, hasta la emprendió a golpes de puño con un furibundo anticlerical que no quería entender razones.

Pero no eran éstos los únicos riesgos que debieron afrontar. En aquellos años la Patagonia era el refugio de malvivientes de toda laya que en más de una ocasión pusieron en peligro la vida de los misioneros. Cuenta el hermano lego Manuel Vargas, que acompañó al padre Luis Marchiori en varias de sus interminables excursiones misioneras (y alguna vez lo hizo también con el padre Juan Muzio), que hallándose en 1918 “en Ñorquincó abajo, en casa de un señor José Jordán, antiguo maestro”, el padre Marchiori corrió serio “peligro de perder la vida por unos turcos moros y mahometanos, que se enfurecieron tanto porque no los admitió de padrinos, que uno empuñaba un rebenque con el palo, y otro echaba mano a la cintura como para sacar el revólver”. Intervino el dueño de casa y tras un prolongado forcejeo, finalmente “se apartaron largando toda clase de blasfemias e insultos”. El padre Luis puso el hecho en “conocimiento del Juez, y dijo que haría justicia, pero todo quedó en la nada, porque la Comisaría estaba sola y no había agentes. Y esto con los turcos le ha pasado tres o cuatro veces”.

Llegados a Río Sénguer, en la misma gira, Vargas traza este panorama de la situación imperante: “Otra cosa muy notable y temible que hay por acá, casos que acontecen casi todos los días… muertes, asesinatos, robos, asalto, muertes alevosísimas, y muchos después de asesinarlos, de pegarles hasta dieciséis puñaladas, todavía quemarlos y tirar los restos a los arroyos y bosques… jamás se hallan a los hechores, porque la policía dista unas 40 ó 50 leguas, y otros cuando los agarran les dan a los agentes un par de miles de pesos y los sueltan”.

Si laboriosa fue la empresa de instruir e integrar a los aborígenes dispersos en la dilatada extensión patagónica, donde los logreros inescrupulosos los explotaban de todas formas; arduo y pesado resultó su trabajo con los gobernantes en las ciudades, donde el ateísmo, vestido con ropaje liberal, oponía todo tipo de vallas. No faltaron excepciones, pero la ley general era ésa, y en un ambiente así sólo los valientes y tenaces logran arraigar y afianzar su obra.

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